La vida me llevó desde Lope de Rueda hasta Altamira. Altas eran las miras de mis expectativas (como bien señaló Don Florencio), así que no protesté ni me quejé para nada ni por nada sino que cogí al toro por sus cuernos y me enfrenté a todos los del vecindario. No era cuestión de seguirles el juego sino de pasar olímpicamente de todos ellos; unos envidiosos que no podían soportar que nosotros (4) éramos un número suficiente que nos bastaba y nos sobraba a las largas horas del jugar. ¿Qué hacía yo en Altamira? Demostrar a todos los envidiosos que no iban a derrotarme ni a frenar mi carrera. A los 13 años de edad ya era yo un consumado periodista a través de “Cerros Verdes”: único caso de una actividad trepidante que me llenaba por completo en mis horas de ocio y cuando dejaba de pensar en otras cuestiones. Era increíble pero cierto. Ya me estaba yo acostumbrando a soñar del todo con Hispanoamérica.
Entre los chapurreos del Latín y aquel lenguaje que empezaba a tener connotaciones literarias, me iba yo aficionando a las expresiones “a lo virulé” de la jerga castiza y madrileña. Lo de “guripas” se quedaba ya en el pasado del contexto general del “corpus” idiomático aprendido entre las vías del tren de Arganda, que pitaba como un fuelle mitológico dentro de los asombrosos “paisajes” de mi Fantasía.
En Altamira lo que estaba yo haciendo era observar milimétricamente los movimientos de todos mis rivales para lanzarles andanadas de vocablos como “zanguangos”, “mamilotos” y “guachindangos” aprendidos de mi abuela materna y que les dejaba, a todos ellos, más estáticos que la estatua que preside el estanque del Retiro de Madrid, alrededor de la cual yo había jugado, más de una vez, al rescate mientras desarrollaba mi memoria. Así que me dediqué, aquel curso de tercero, a no dejar de soñar nunca con el tranvía de la Universidad. Y, de paso, me convertí en un sensacional experto del “Ketekojo” con los “pistards” de mi Imaginación.