RECUERDA QUIEN SOY

Era un día como otro cualquiera. Las mismas caras, las mismas prisas, los mismos olores. Esperar tranquilamente en los asientos situados en el andén a que llegara mi tren, escuchar el silbato que anunciaba su entrada en la estación y levantarme para aproximarme al lugar, en el que más o menos había calculado, quedarían las puertas del vagón para poder acceder a él. Buscar con la mirada algún asiento libre, para poder sentarme y seguir leyendo tranquilamente mi libro. Frente a mí una mujer a la que veía algunas veces, y junto a ella el hombre al que amaba. Todas las mañanas, las que coincidíamos sentada frente a ellos, allí estaban. El cogía una de las manos de la mujer, con la otra le acariciaba la cara. Ella le miraba siempre de la misma manera, él se acercaba y la besaba mientras ella cerraba los ojos. Era hermoso poder verlos amarse así, con aquella sencillez.

Entonces, el tren se aproximaba a la estación en la que él se habría de bajar. Se despedía de la mujer besándola de nuevo con ternura y diciéndole en bajito, te amo. Ella le devolvía el beso, y entre los cristales, cuando él ya se encontraba fuera del vagón, esperaba a que el tren iniciara la marcha para verla partir. Como si ya no fuera a verla nunca más, como en las antiguas películas grabadas en blanco y negro. Y ella alzaba su mano y le dedicaba un adiós. Pero aquel día, a pesar de ser como otro cualquiera, no era del todo igual. Porque las personas de aquella mañana, sentadas frente a mí, no eran las mismas. El hombre no sujetaba la mano de la mujer que estaba a su lado, ni la mujer le miraba con dulzura. Cada uno de ellos andaba sumergido en sus pensamientos, se les notaba distraídos y ausentes. Cuando él intentaba buscar la mirada de la mujer, ésta dirigía la cabeza hacia otro lado. Sus manos se aferraban fuertemente al bolso que sujeta en su regazo. El dejaba las suyas sobre sus piernas y en algún momento, sus dedos se movían nerviosos, queriendo atrapar aquellas manos que ahora le rehuían. Llegando a la estación en la que él abandonaba su asiento, ella seguía cabizbaja. Y en el reflejo de los cristales que había frente a mí, pude ver al hombre que esperaba, cómo la mujer que amaba se marchaba sin dedicarle ni un solo adiós.
Pasaron los días, y el hombre y la mujer ya no se sentaban juntos, si no que, lo hacían uno en frente del otro. Pero una mañana, en el asiento que el hombre dejó de ocupar, aparecía una pequeña rosa roja. Nadie que entrara en el vagón era capaz de coger aquella rosa y retirarla, para poder sentarse en el asiento que hizo suyo aquella pequeña flor. Todo el mundo miraba a la mujer, y a la rosa. Nadie se explicaba qué hacían la una al lado de la otra. Pues siempre eran la misma mujer, y el mismo tipo de flor. Ella nunca dejaba de sentarse en aquel asiento, por lo que cada día junto a ella, siempre había una rosa. Hasta que una mañana, el hombre que se sentaba frente a ella, se levantó para salir del vagón. Cuando se volvió para volver a mirar a la mujer que seguiría amando para decirle adiós hasta siempre, ella sujeta entre sus manos la última rosa. El hombre lloró y ella le dedicó un beso al aire.

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