Sin que nadie se lo dijera, Arturo supo que había llegado el momento de actuar.
La situación iba haciéndose delicada por momentos. Llevaba observándole un buen rato y, aunque presentaba un exterior pacífico, por su actitud recalcitrante podía adivinarse que en cualquier momento estallaría el conflicto. El otro no parecía enterarse de nada. Iba aparentemente ausente, encerrado en sus pensamientos, totalmente desligado de la gente que pasaba a su lado.
Se acercaba el momento de la verdad, se dijo a sí mismo Arturo. Si persiste en esa actitud, no tendré más remedio que hacerlo.
Siguió con los nervios en tensión, esperando llegar a destino y que el tren parase para ver qué ocurría.
Las puertas del vagón se abrieron, y el otro no se movió de su postura firmemente plantada en medio de la salida. Entonces Arturo, valientemente, apoyó ambas manos en su espalda y le impulsó fuertemente hacia delante. Hacia el andén, donde el otro quedó varado y atónito, se supone, porque no se oyó ni una palabra de protesta ni Arturo miró atrás para comprobarlo.
Arturo salió bastante satisfecho de haber quitado de en medio, en la estación del metro de más trasiego de entradas y salidas de viajeros, al tipo que desde varias estaciones atrás taponaba la puerta y hacía que la gente tuviera que contorsionarse para esquivarle.