Pronto se encontró el Extranjero con otro anciano que iba por su mismo camino pero en dirección opuesta.
– Joven…
El Extranjero de cabello blanco era joven de verdad.
– Joven… -insistió el anciano.
Entonces el Extranjero se detuvo por unos instantes.
– ¿Puede ayudarme un poco?.
– Depende de lo que usted quiera de mí.
– Sólo quiero que me ayude a pensar…
– ¿Qué quiere usted pensar?.
– Saber quién soy.
– ¿No sabe usted quién es?.
– !He visto tantas cosas en este mundo que ya no sé quién soy!.
El Extranjero le miró a los ojos que estaban ensombrecidos por la visera de la vieja gorra del anciano.
– Quizás sea cierto. Quizás podríamos pensar que la experiencia, paras muchas personas como usted, sólo sea una simple acumulación de horas sin mayor sentido.
– Eso es, exactamente, lo que ha pasado conmigo.
– ¿Y es por eso por lo que usted ha renunciado a subir a la cima?.
– Igual que muchos.
– ¿Cuántos?.
. Nadie lo sabe.
– Dios sí.
El nuevo anciano quedó mudo por unos instantes y después recuperó el habla.
– ¿Es por eso por lo que tú si quieres subir a la cima?. ¿Por alcanzar la fama?.
– No.
Pero el Extranjero ya no quiso hablar más.
Al despertar de la siesta, aquel domingo, el sacerdote intentó de nuevo encontrar al Extranjero. Para él era ya toda una obligación perentoria poder hablar con él y explicarle el asunto de su madre. La conciencia no le dejaba descansar. Pero ¿dónde estaría ya, en aquella hora del atardecer, el Extranjero?. Salió, embozado con una capucha para no ser reconocido por las gentes, dispuesto a encontrarle. !Era necesario que el Extranjero supiera la verdad de todo aquel asunto!. No se daba cuenta el sacerdote de que el Extranjero estaba ya muy lejos, caminando hacia la cima de la cercana montaña, sin importarle en absoluto ni la verdad ni la mentira sobre aquel tema. Para el Extranjero la verdad del sacerdote era como la verdad de los otros: la misma mentira de la cual no quería saber nada.
El sacerdote subió al tranvía que se dirigía al centro de la Gran Ciudad. Pensaba, equivocadamente, que el Extranjero debía estar en alguno de sus concurridos cafetines. Se zambulló en aquel extravagante correr de ciudadanos que iban de un lado para otro y preguntó, una vez bajado del tranvía, a mil y una personas. Nadie pudo decirle dónde se encontraba el Extranjero. Fue de cafetería en cafetería por ver si le encontraba, como siempre, escribiendo sus memorias. El sacerdote estaba totalmente equivocado. Fumando cigarrillo tras cigarrillo, daba vueltas sin ninguna clase de orientación, mientras sus pulmones parecían estar a punto de explotar. El frío le hacía enrojecer las orejas. Quería encontrarle para explicarle que era culpa suya lo que habia pasado ayer. ¿Qué había pasado ayer?. Al Extranjero no le importaba en absoluto lo que habçia pasado ayer. A él, cosa que el sacerdote no podía comprender, lo único que le interesaba era lo que ocurría cada día presente. El ayer lo dejaba totalmente arrrinconado, en el baúl de los recuerdos, pero vivía en el presente camino del futuro nada más. Así que el sacerdote, que hasta entonces se había mostrado infatigable a pesar de la gordura de su corpachón de viejo ex-boxeador, sentia ahora que el corazón estaba a punto de estallarle. Estaba sufriendo un infarto de miocardio.
La mujer de luto le encontró sentado en un banco, junto a otro donde una pareja formada por un joven y una jovencita se besaban ocultos tras los árboles.
– ¿Le sucede algo, señor cura?.
– !El corazón, señora, el corazón!. !Que estoy sufriendo un ataque cardíaco!.
La mujer de luto, que era la que había hablado por la mañana con el Extranjero, sacó de su bolso de mano un móvil y llamó nerviosamente a una ambulancia que, a los pocos minutos después, se presentó en el lugar. El sacerdote fue trasladado urgentemente al Hospital General. Estaba muy mal. Y deliraba…
– !Hijo mío!. !Hijo mío!. !Hijo mío!.
Los médicos no pudieron hacer nada más por él. El sacerdote estaba muerto tras un último !hijo mío! final que hizo casi temblar a todo el Hospital.