Rodeando al Extranjero (Novela) Capítulo 7.

Hacía un bello atardecer. Unas cuantas personas se encontraban por allí: una especie de pequeño bosque. Una mujer que llevaba un pañuelo bordado alrededor de su cuello se dirigió hacia él.

– Oiga… ¿es usted de por aquí?.
– Sí.

Era una mujer muy distinguida. Se notaba a simple vista.

– Comprendo muchas cosas, joven… pero hay algo que no entiendo…
– Si le puedo contestar a lo que no entiende lo haré con mucho gusto.

– No entiendo que siendo usted de aquí se encuentre tan solo a su edad.
– Verá, señora…
– Me llamo Vera. Llámame Vera con toda libertad.

El Extranjero sólo sonrió de nuevo

– Verá Vera… me encuentro solo porque en mi soledad soy y en mi soledad puedo existir a pesar de lo que dicen los otros
– ¿Y quiénes son los otros?.

El Extranjero no contestó sino que tomó una ramita de pino y se la mostró a la distinguida señora.

– No entiendo.
– Pues es la respuesta a su pregunta.
– Sigo sin entender.
– Resulta, Vera, que todos somos como esta rama. Una vez desgajada del tronco de la mata se pasa a ser extranjero o extranjera, irreconocible para dicha mata
– ¿Te estás refiriendo a la familia?.
– Veo que es usted inteligente. Sí. Me estoy refiriendo a la familia.

Después, una pequeña lluvia comenzó a caer sobre el bosque y las personas que por allí caminaban comenzaron a correr para buscar refugio. El antes azul cielo se llenó de grandes nubarrones grises. La tormenta era ya inevitable.

– Ve usted…
– Yo sólo veo gente corriendo.
– Eso es. Cuando la familia se desmembra cada individuo que forma parte de ella sólo es una persona que huye porque tiene miedo.
– Me sorprende el modo que tienes de explicarlo tan profundo y sencillo a la vez. ¿Vas a seguir subiendo hacia la cima?.
– Sí.
– ¿Podría yo acompañarte?.
– Es imposible. Usted no soportaría los últimos kilómetros de la empinada cuesta porque, para eso, no hay que tener miedo a las tormentas humanas y es necesario tener mucha voluntad para soportarlo.
– Pero tú puedes ayudarme a conseguir tener esa voluntad que me falta.
– Imposible. Yo sólo soy un extranjero qu9e habla otro idioma y no podríamos entendernos mutuamente. Para podernos comprender debemos tener el mismo lenguaje
– ¿Pero tú hablas el mismo lenguaje que yo y te entiendo lo que hablas?
– No es eso, Vera. No hablamos el mismo lenguaje aunque hablemos el mismo idioma.
– De verdad que eres un joven muy extraño.
– Y sin embargo soy u9n joven totalmente normal. Como uno más de todos ellos. Lo que sucede no es cuestión de edades sino del lenguaje que existe en todos nuestros ocho sentidos humanos.
– ¿Ocho sentidos?. ¿No son sólo cinco?.
– Comprende ahora, Vera… por qué tenemos lenguajes diferentes…
– ¿Entonces qué tengo que hacer?
– Lo mejor que puede hacer es bajar a la Gran Ciudad y seguir viviendo allí, empleando el mismo lenguaje de quienes son como usted, Vera. Así será usted verdaderamente feliz y no tendrá tanta crisis de identidad. Deje el lenguaje de los jóvenes para los jóvenes… ¿ha comprendido?.

La distinguida señora comenzó a bajar rápidamente. El cielo cada vez amenazaba más con la tormenta… pero de repente se volvió y gritó al Extranjero

– Espere Baja aquí. Te regalo mi pañuelo.
– No señora. No se confunda Yo no soy su caballero. Búsquelo en las grandes avenidas de su urbanización lujosa.
– ¿Quién te crees que eres tú, vanidoso?.
– Cualquier ser humano menos un vanidoso.

Volvió a seguir ascendiendo el Extranjero sin darle ya más importancia al asunto.

– !!!Te crees un hombre libre!!!.

El Extranjero siguió su camino sin volver la vista atrás pero pensó para sus adentros “Tú lo has dicho”.

Y ahora sí, cuando sonaban las cinco de la tarde en los relojes de las catedrales de la Gran Ciudad y mientras la distinguida señora montaba en su lujoso automóvil rumbo hacia ella… !comenzó la tormenta!.

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