Aquellos dos meses fueron, en cierto modo, irregulares. La temperatura, aun siendo otoño, se presentó excesivamente húmeda. Llovió copiosamente y la seta, en vez de morir, permanecía perenne, con su color naranja resplandeciente, custodidada por los cercanos arbustos.
Todo era aroma. Los senos de las hembras destilaban arreboles bajo sus silenciosos sueños. Entrando por las calles la lluvia coronaba los tejados y brillaban los colores del arco-iris sobre la superficie líquida de las manchas de gasolina que quedaban abrazadas al asfalto de las carreteras. Tras los pórticos se silueteaban sombras de parejas besándose. Las noches se inflamaban de luna mientras las estrellas iniciaban sus volubles destelleos. Por las mañanas se sentía el estremecimiento sensual del aire inmenso y blandamente ávido. Las tardes se prolongaban, más allá de sus matemáticas horas, contagiando de eternidad la presencia umbrosa del jardín. La seta, en su intensa palpitación, se extasiaba bajo los crepúsculos.
Aquella tarde el joven licenciado meditaba sobre la cama. Fumaba de su pipa y pensaba mirando el reloj de la mesilla.
– ¿Pero qué mal andas?. Una cosa es ver el agua y otra muy distinta descubrir sus tonalidades. Este ámbito, que al principio me parecía extraño, ahora lo siento natural. Si estoy condicionado por lo inmanente, ¿dónde está realmente el mundo?. Mi percepción aún no ha sido ajustada al molde que otros desean; pero creo que ese molde es un error. Por eso tengo la sensación, desacostumbrada, de desconocer lo que presencio delante de mí. Comprendo cómo he llegado hasta aquí, pero no entiendo por qué las esferas de los relojes se empeñan en repetir, una y otra vez, el mismo monocorde acompañamiento.
Unos golpes en la puerta le hicieron volver en sí.
– ¿Vas a venir con nosotros?.
– Dentro de un momento me acerco.
Los pasos del pelirrojo interrogador, se perdieron por el pasillo.
Cuando el joven licenciado abrió la puerta de su habitación miró, instintivamente, hacia la derecha. Al fondo, junto a la máquina de las bebidas, permanecía, como siempre, el cocainómano. Se acercó hasta él.
– ¿Me… das… una moneda… pa… ra… co… cacola?.
– Sí, hombre, no te preocupes. Toma.
El cocainómano metió la moneda en la ranura. Salió el envase lleno hasta los bordes y comenzó a beber su enésimo vaso de cocacola. El joven licenciado intentó descubrir algo en su mirada, pero sólo percibió unos escurridizos ojos que, tras un breve segundo, se sumergían, nuevamente, en el fondo del vaso plastificado.
– ¿Me… darás… lue… e… go… otra moneda?.
– Más tarde. Cuando vuelva.
La dura y ruda vigilante, siempre con su cara como rígida y avinagrada y su forma de ser despiadada, se acercó al cocainómano y le infringió una severa regañina. Los tres recorrieron el pasillo. La vigilante y el cocainómano subieron la escalera principal. Volvía, de nuevo otra vez más, a encerrarle en su habitación bajo llave. El joven licenciado se encaminó hacia el salón; pero al pasar junto al pequeño vestíbulo se quedó un momento parado. Miró al interior. Los hombres, ya maduros, seguían jugando a las cartas. Frente al tablero de ajedrez se encontraba el director de banca y… ¡¡sorpresa!!… una jovencísima morena que se le quedó mirando levemente y luego siguió jugando. Después él abrió la puerta del salón y penetró en su interior. La mirada de la jovencísima morena le había entrado dentro de su corazón.
Algunos leían la prensa. Otros formaban círculos de amistades junto a las repartidas mesas y sentados en cojinetes desparramados por el suelo. Al fondo, el local del televisor se encontraba apagado, con su ssillas colocadas a manera de pequeño cine de barrio.
La puerta del jardín era de crital. Antes de abrirla quedó, un momento, mirando tras los vidrios. El sol restallaba frente a él.
– Espera un momento… tengo algo muy importante que decirte…
El pelirrojo le sujeetaba el brazo derecho con que se disponía a abrir la puerta.
– ¿Y qué es eso tan importante que me tienes que contar?.
– ¡Una alegría inmensa!. ¡Por fin lo he conseguido!. ¡¡En la tercera planta, arriba, junto a la capilla!!.
El joven licenciado permaneció en silencio. Tras una breve pausa, el pelirrojo continuó.
– ¿Te imaginas?. ¡¡Yo durmiendo junto a la capilla!!. ¡¡Con la Virgen María cerquísima a mi habitación, vigilando mi sueño!!. ¡Es lo mejor que ha ocurrido en mi vida!. ¡¡Qué contento estoy!!.
El joven licenciado intentó abrir, entonces, la puerta.
– ¡Espera, espera!. Tengo otra cosa que decirte…
– Entonces dímela.
– Es que necesito que vengas a esa mesa. Te lo contaré sentados.
Ambos se dirigieron a una de las mesas del salón. Sobre ella se encontraban varios números atrasados del periódico católico de la gran ciudad.
– Se me he ocurrido -comenzó el pelirrojo- hacer, entre todos nosotros, una suscripción a este gran periódico. Hay muchos interesados en el tema. Es excelente estar muy bien informados en nuestro mundo actual. Quisiera que tú tambíén formaras parte de nuestra suscripción.
– Es que ocurre que a mí me gusta otro tipo de periodismo.
– Pero… ¡éste es el mejor!. Los otros periódicos no dicen más que mentiras.
– Bueno, yo opino que todos los periodistas escribimos bajo una óptica más o menos establecida por sus directores.
– ¿Es que tú eres periodista?.
El joven licenciado continuó.
– Y que, como todos los demás seres huamnos, somos subjetivos. Pero pienso que la libertad consiste en poder elegir… ¿no?.
– ¡Naturalmente!. ¡Por supuestísimo que sí!.
– Pues yo elijo, libremente, otro periódico distinto.
Al pelirrojo se le hizo, por un momento, la lucidez mental.
– Es justo. De acuerdo. Te tacho de la lista.
Cuando salió al exterior, el joven licenciado comenzó a caminar entre los arbustos y las flores. El aire era puro. Traía las alegres risas de quienes, al final del extenso jardín, permanecían jugando y viendo jugar al ping-pong. La piscina, a cielo abierto, ondulaba su acuosa superficie.
Al llegar junto al grupo, compuesto por doce personas de ambos sexos, se sentó en el largo poyo de cemento, donde unos jaleaban a la chica gorda y otros a su contrincante.
El pequeño de los pies zambos no tuvo que arriesgar mucho para derrotar a su gorda oponente. Al terminar la partida se formó el consiguiente jaleo entre los que querían tomar las paletas de madera. Después de una larga trifulca, con agarrones de pelo incluído entre dos de las muchachas, decidieron jugar una partida de dobles.
La chica gorda se acercó al poyo de cemento pero permaneció en pie. Miraba al frente, donde tres de los residentes jugaban al billar bajo el techado que servía de cobijo a la mesa del tapete verde. Luego se dirigió hacia allí.
El sonido de la bola de ping-pong, al ser impulsada por las paletas de madera, se extendía por todo el jardín.
Lo primero que llamaba la atención del joven licenciado, cuando miraba a la chica gorda, eran sus ojos oscuros y nerviosos. Su cuerpo también era oscuro. Y magro. Y tenía un soberbio trasero. Su expresión era de suprema seriedad, pero sin la menor traza de tenebrosidad ni de graveza. La chica gorda, por el contrario, solía sonreír y siempre se la veía amistosa. Cuando hablaba era un torbellino y los demás tenían, casi por obligación, que escucharla hasta el final. Pero la chica gorda y el joven licenciado nunca hablaban entre sí, a pesar de los amistosa que resultaba ser.
Ahora que se alejaba hacia la mesa de billar su soberbio trasero se movía, alegremente, de una lado para otro.
En las calles de la gran ciudad, la vida continuaba. Y continuaba, así mismo, la lucha de los peiródicos y revistas. Se habían recrudecido las opiniones que, ahora se enocntraban mucho más enfrentadas. Desde el suceso de la seta, dos meses antes, todos los acontecimientos conflictivos terminaban por desembocar en las mismas controversias. Por un lado, el ardor combatiente de los reaccionarios que criticaban la falta de los antiguos valores éticos. Fente a ellos, la no menos ardorosa postura de los que preconizaban la exaltación de las nuevas formas de convivencia. El mundo político, económico, social y religioso, se debatía en medio de una tremenda crisis. Por eso surgió, con inusitada fuerza, el Movimiento de los Jóvenes por la Paz (el M.J.P.), que se dedicaba a adornar, con su propaganda, las fachadas de los edificios y las paredes del metro.
Manipulaciones políticas se esforzaban en amainar la ascendencia del M.J.P., que no seguía las líneas dogmáticas de ningún partido político.
La misma tarde en que el joven licenciado contemplaba como se perdía, antes sus ojos, el soberbio trasero de la chica gorda, el Movimiento de los Jóvenes por la Paz había hecho un llamamiento a la población para llevar a cabo una de sus más amplias manifestaciones.
Al llegar la hora anunciada, muchos miles de personas comenzaron la marcha. Se desahogaban cantando canciones pacifistas. Luego se desembocó en grandes gritos antimilitares, antieconómicos y antireligiosos. Al final se construyeron barricadas y la policía arremetió, brutalmente, contra ellos.
Mientras alguien caía mortalmetne herido, el joven licenciado se había levantado del poyo de cemento. Caminó unos pasos. Encendió la pipa y se dirigió hacia la mesa de billar.
Jugaban el director de banca, el muchacho atractivo y la rubia. Ésta sabía manejar muy bien el taco pero los verdadros expertos eran los dos varones. El director de banca se esforzaba en ir siempre por delante en el tanteador. Procuraba quedar bien ante la presencia de la rubia que era, realmente, excitante. El muchacho atractivo tenía facciones hermosas y destellaba una gran personalidad. Se tomaba la partida con gran parsimonia. Convencido de sus indudables encantos varoniles se sabía vencedor, de antemano, a los ojos de la rubia. Por eso el director de banca sudaba en su esfuerzo por golpear a las bolas. La rubia dominaba muy bien el taco pero estaba mucho más pendiente de los movimientos del muchacho atractivo que de llevar bien la cuenta de sus carambolas. Ambos, él y ella, formaban una perja física envidiable.
La chica gorda, espectadora de aquella batalla, seguía con gran interés el movimiento de los dedos del muchacho atractivo. Se había enamorado perdidamente de él y, aunque de naturaleza exageradamente extrovertida, lo era aún más cuando, en grupo, se encontraba su amado entre los demás.
A veces el muchacho atractivo encendía un cigarro y lo tomaba entre los dedos mientras jugaba. Su gran personalidad se acentuaba en estas ocasiones y entonces la chica gorda extrovertida lanzaba miradas de odio a la rubia que ésta le devolvía con la misma intensidad.
Al caer la noche los policías consiguieron terminar con la resistencia de los últimos manifestantes. El suelo de la plaza de la gran ciudad se encontraba repleto de piedras, botes de humo, panfletos y restos de pancartas. En una de ellas se veía el dibujo de un joven besando a una seta sostenida por su mano izquierda. En letras grandes se leía: “POR UN AMOR DE VERDAD”.
El sargento de policía lo tomó entre las manos y, descuartizándolo, arengó a sus subordinados.
– ¡¡Tenemos que destrozar esa seta antes de que se derrumbe la Patria!!.