A la hora de comer se reunieron todos, una vez más, en el comedor.
El joven licenciado, que había permanecido absorto durante toda la mañana en su habitación por propia voluntad, bajó las escaleras. Paralelamente a él ascendía la ninfómana. Pasó por al lado de él haciendo como que no existía pero mirándole de reojo.
En el comedor se sentaban en grupos de cuatro. Todos menos una chiquilla que jamás podía sonreír. Junto al joven licenciado se encontraba el silencioso (un hombre, ya avanzado de edad, que apenas hablaba con nadie), el maduro canoso (siempre delgado y con los nervios a flor de piel de tanto hablar de política con quien tenía la desgracia de topar con él) y el director de banca (el gordo ajedrecista que, el día anterior, jugaba con la jovencísima morena).
Por allí, alrededor de ellos, se formaban otros varios grupos. Era soprendente ver la “batalla dialéctica” de las miradas que la chica gorda y la rubia se lanzaban entre sí mientras el muchacho atractivo se sentía sumamente satisfecho, sobre todo porque había conseguido sentar, alrededor de su misma mesa, a la jovencísima morena.
Cuando la chica gorda y la rubia sintieron la preencia de la tercera mujer, el ambiente, en la mesa, subió de intensidad.
El pelirrojo, sentado junto a la ninfómana (que ya había bajado después de utilizar el baño de señoras), el elegante y el robusto policía, no hacía más que lanzar miradas a la jovencísima morena.
En otra mesa, el pequeño de los pies zambos se esforzaba en sentir placer cada vez que la cucharada de sopa se introducía en su boca. A su lado el cocainómano miraba al infinito del mantel de cuadros y en los otros dos laterales se sentaban dos ancianas.
Existía algo así como una atmósfera familiar en donde las conversaciones se mezclaban de mesa en mesa y, aún así, se producía una comunicación relativamente lógica. De esas relatividades de las que habló el joven licenciado.
– ¡Tenemos que jugar una buena partida hoy, eh! -explicaba el maduro canoso al director de banca a la vez el pequeño de los pies zambos escupía un tropezón de ajo sobre la servilleta.
– Desde luego que pienso derrotarte.
Para el director de banca todo juego consistía en derrotar. Intentó derrotar al muchacho atractivo y, ante su fracaso, intentaba derrotar, ahora, al maduro canoso. Para el director de banca la derrota se lavaba siempre con la victoria.
Las risas del muchacho atractivo se dirigían a la jovencísima morena.
– ¡Qué tarde más maravillosa va a hacer para ir a pasear! -expresabba, poniendo ojos nostálgicos, la chica gorda.
– Plantearé un ataque de peones con apertura india.
– ¿Va… a… haber… cocaco.. la… hoy?.
– Pues va a ser mejor la noche, creo yo -remachaba la rubia.
El elegante colocaba su periódico y sus guantes de gamuza junto al segundo plato: magras chuletas de cerdo.
– ¿Qué dice ese maravilloso periódico? -le espetó, en voz alta, el pelirrojo.
– He leído que las conversaciones de los arzobispos marchan por buen camino. Esperemos que la liturgia quede por encima de las nuevas manipulaciones. Sería demasiado temerario perder la batalla ante una seta. ¡Fíjate dónde quedaría nuestro espíritu!. Esta prensa debe ganar. Si admitiéramos el triunfo de los “neo”´del arte de vivir, tendríamos que reconocer el error de nuestros planteamientos. No es permisible.
El pelirrojo no entendió, con exacta claridad, más allá de “esperemos que la liturgia quede por encima de las nuevas manipulaciones”.
– Pues mis torres no las voy a dejar bloqueadas por mucho tiempo. Hoy hago el enroque cuando antes.
– ¡Ave María Purísima… que Dios se apiade de nosotros! -musitó la anciana vestida de negro (una de las dos que se sentaban junto al cocainómano).
– ¡Siempre estás con tus rezos!. ¿No crees que debes comer más?. -le espetó su amiga la anciana vestida de blanco.
Y mientras las charlas continuaban, el silencioso comía la fruta con los ojos clavados en las manos del joven licenciado. Éste miró al silencioso. Entre ambos pareció cruzarse un “hola” sin nada más que una sonrisa tan interna que no se notaba más allá.
Cuando comían las manzanas, las voces parecieron subir de tono.
– ¡Conmigo ya podrás! -protestaba, zalamera, la chica gorda.
– ¡Mis alfiles pienso desplazarlos para dominar el centro!.
– ¡Pero yo sé manejar muy bien los caballos!.
– Y tú… ¿qué opinas sobre lo de ir a la piscina en bañador? -se dirigía la rubia a la jovencísima morena. Pero ésta se encontraba absorta. Su mente se refugiaba en el jardín. La excitación del muchacho atractivo subió la coloración de su cara, ya bastante colorada por cierto en sus momentos más tranquilos. Necesitaba saber la respuesta y no no la podía oír.
– ¡Va… a… haber… cocaco… la… hoy?.
– ¡Necesito verte… verte… verte…!. ¡Esta noche en la sala de televisión!. ¡Necesito verte… verte… verte! -la ninfómana se declaraba al elegante.
– Yo salgo con las piezas blancas -y el director de banca se sonreía al pensar en su ventaja.
– ¡Oye, chavalilla… nos vemos luego junto a las rosas…! -pero al pelirrojo se le cortó la frase dedicada a la jovencísima morena, y que deseaba continuarla, ante la furiosa observación del, cada vez más acolorado, muchacho atractivo.
– ¿Por qué no te dedicas al ping-pong haciendo de pelota?. Se te da muy bien hacer de pelota.
– ¡Puag… puag… puag…! -y escupía otra vez el pequeño de los pies zambos- ¡Cada vez dan peor fruta!.
– ¡Dios mío… Dios mío… que de guarrerías haces! -le recriminó la anciana vestida de negro.
– ¡Pero déjale, mujer, déjale que se desahogue! -le respondía la anciana vestida de blanco.
A la anciana vestida de blanco lo que más la entretenía, lo único que la entretenía para ser más exactos, era responder a la anciana vestida de negro. La entretenía y gozaba con ese entretenimiento. A su edad, recluída de por vida, era su única forma de diversión.
Terminada la comida fueron subiendo a sus habitaciones o bajando al jardín, a la sala de juegos, a la sala de televisión… cada uno y cada una elegía su forma y manera de pasar la tarde.
En el comedor, las monjas y enfermeras se dedicaban a recoger los cubiertos, limpiar los manteles de cuadros rojiblancos y llevarse las vajillas hacia el fregadero. En el espacio quedaron las últimas volutas de vapor. Había una especie de aire que penetraba por las rendijas de alguna ventana, mal cerrada, y la solitaria estancia comenzó a llenarse de frío.
La tarde, en el jardín de la lujosa residencia, restallaba en las pupilas de la jovencísima morena. Eran sus ojos de un mirar profundo y en ellos el joven licenciado, que se encontraba sentado junto a ella, nadaba su imaginación. Era como adentrarse en un océano cromático donde las nubes se confundían con las gráciles gaviotas. No sabría decir, el joven licenciado, si eran las gaviotas quienes aleteaban en su sensación o, simplemente, eran las mismas nubes las que le producían aquel sentimiento.
-¿Qué tal las preguntas que te hicieron ayer? -y la jovencísima morena parecía triste.
– Como todas. Sólo hablaban de los poderes absolutos. Para ellos la sociedad es una valoración; pero nunca una imaginación.
– Yo también estuve en el despacho… ¿sabes qué me llegaron a ofrecer?.
– Quizás alguna de sus magnánimas proposiciones de seguridad.
– Algo así. Quisieron demostrarme que todas las cosas residen en la razón absoluta. Me aplicaron los métodos científico didácticos que ellos basan únicamente en lo que llaman los resultados positivos de la experiencia.
– ¿Y tú crees que eso tiene algo que ver con la tarde que estamos gozando ahora mismo?.
– ¡Rotundamente no!. Su mundo es el cuadro logístico de sus intereses. Esta tarde es una de esas burbujas esféricas donde siempre habitamos los soñadores.
– Y pensar que ellos pertenecen, como entidades, a esas mismas esferas que no saben descubrir…
El pelirrojo, siempre rondando y persiguiendo a la jovencísima morena, se acercó portando, en la mano derecha, un bocadillo de jamón. Y se dirigió a ella.
– ¡Toma… verás que buen jamón me han traído mis parientes!.
Entonces el joven licenciado se levantó. Adivinó cómo el pelirrojo se arrodillaba ante ella y la sonreía sin más expresividad que una impresionista postura asumida por la rutina de la esclavitud.
La jovencísima morena intentó decirle que se quedase; pero notó, en la mirada del joven licenciado, que sólo sentía pena por el pelirrojjo y que necesitaba marchar hacia otro lado del jardín. Notó, en su mirada, que no había resignación ante la presencia del embustero pelirrojo. Sólo pena por él. En la mirada del joven licenciado se adivinaba, simplemente, el mudo rechazo que ella también sentía.
– Vaya timidez la de ese chaval… ¿verdad?.
La jovencísima morena no le contestó. Soñaba con la otra parte del jardín…
Sentándose muy junto a ella, pero sin atreverla a tocar, el pelirrojo comenzó a hablar de la soleada tarde, sobre las excelencias del agua de la piscina y sobre las oportunidades que tendría si le acompañaba, una vez saliesen de allí, en los bailes y reuniones de la alta sociedad a la que ambos pertenecían.
Entonces fue cuando la jovencísima morena, hija de un diplomático embajador, meditó que el joven licenciado nunca le había preguntado sobre su origen ni sobre su pertenencia social. Quedó mirando los ojos del pelirrojo. Había algo así como amor y, sin embargo, ella no descubría la magia del amor. Había una especie de vida despierta y ágil, pero le faltaba el sueño y comprendió que sólo eran los ojos débiles de quienes refuerzan sus vanas ilusiones en el deseo. Era sólo el deseo y nada más.
– ¿Por qué no me das tu teléfono y el día de mañana nos reunimos con mis amistades?. La amistad es buena… ¿verdad?.
– Sucede que mi teléfono se borró…
El pelirrojo no comprendía aquella postura; pero la jovencísima morena había determinado que, a partir de entonces, jamás daría su teléfono a quienes se lo pidiesen por placer sino cuando ella lo decidiese por sí misma. La cuestión era cambiar el sentido de los actos equivocados. Tomó la firme decisión de invertir el camino para encontrar su propia exigencia vital. Ya no daría, nunca más, pasos contrarios a su pensamiento.
El pelirrojo la sacó de su ensimismamiento.
– ¡Qué buena tarde hace para estar tomando unas copas en una terraza!… ¿verdad?.
Otra vez la palabra “verdad” acordonaba el cerebro de la jovencísima morena. De tanto oírla sin orden ni concierto, ni tan siquiera con razón para decirla, ya le producía asco. Asco y rechazo. Sobre todo porque la entendía como un acto de encubrimiento. En realidad pensó que la “verdad” que tanto parlotean muchos sólo encubre la “mentira” que están pensando.
Fue a contestar al pelirrojo pero sintió demasiado rencor por algo acontecido el día anterior y decidió buscar al joven licenciado para desahogar sus emociones. Estaba demasiado enfadada como para seguir soportando al pelirrojo.
Se levantó sin decir nada y se fue hacia el otro lado del jardín…
La tarde perdía su coloración solar cuando el joven licenciado, sentado sobre el césped, descubría que la jovencísima morena se acercaba donde él estaba. Lentamente se puso en pie.
– ¡Hola! -esclamó, feliz pero algo tímidamente, la jovencísima morena- ¿puedo pasear contigo?.
– Te estaba esperando…
La jovencísima morena sonrió.
– Quisiera contarte algo que me ocurrió ayer. Nunca le di mayor importancia pero, en aquel momento, descubrí la distancia que hay entre la nobleza y la falsedad.
– ¿Qué te ocurrió? -preguntó el joven licenciado haciendo un alto en el paseo y mirando directamente a los profundos ojos de ella.
La noche cayó, repentinamente, sobre el jardín.
– ¡El pelirrojo es un chivato, no te fíes nunca de él!. ¡Le dijo al director de esta lujosa residencia que yo soy drogadicta!.
El joven licenciado siguió mirándola directamente a los ojos. Con una templada sonrisa la admiraba.
– Sé rotundamente que eso es mentira.
– ¿Cómo lo has descubierto?.
– Sólo porque tus ojos me lo están confirmando.
Ella vestía un jersey de lana negro, un pantalón vaquero de color azul y unas zapatillas de tenis.
La jovencísima morena se acercó mucho más a él. En sus ojos aparecieron unas furtivas lágrimas.
– ¿Por qué lloras?.
– Sólo es la emoción.
– ¿Qué clase de emoción?.
– La que siento por ti.
Entonces fue cuando se encendió, por primera vez realmente, la chispa de amor en el joven licenciado. Tranquilamente metió sus manos por dentro del jersey de ella. La piel trigueña de la jovencísima morena era suave como el terciopelo. Ella echó su cabeza sobre el pecho del joven licenciado y siguió llorando. Él sacó la mano izquierda y levantándola la cabeza la besó suavemente en la boca. El beso luego se hizo profundo y continuó por unos instantes más mientras la luna jugaba a brillar con las estrellas.
Cuando toda aquella hora de la noche se agolpaba en el cerebro del joven licenciado, mezclando la perfecta armonía de aquella belleza natural con las poesías silenciosas del amor, continuó acariciando los pechos de aquella hermosa mujer mientras en el jardín se agrandaba la fantasía.
Ella se dejó quitar el jersey y su piel trigueña estalló, violentamente, en las retinas del joven licenciado.
Les sorprendió el aviso de subir a cenar; pero, mientras él la ayudaba a vestirse de nuevo, la jovencísima morena había descubierto las verdaderas sonrisas de la verdad absoluta. Desde ese momento aprendió que su vida anterior había sido errónea a pesar de que no había cometido pecado alguno.
El pelirrojo, escondido entre el follaje del jardín, juró eterna venganza.
– ¡Yo machacaré esa seta antes que perder a esa chavala!.