“ESCÁNDALO EN LA CATEDRA”. El titular, impreso en cuerpo 96, aparecía en la primera página del periódico católico de la ciudad. Todos sus lectores, con los ojos aún abotargados por el sueño, fijaban sus miradas en el mismo. Automáticamente leían el texto impreso.
El artículo narraba lo acontecido el día anterior. El periódico católico había dado una exagerada proporción a la noticia. Los viajeros la leían en los autobuses, metros y demás medios de transporte. La noticia circuló muy pronto por la ciudad y se extendió, al ser una prensa nacional, por todo el país.
En otro periódico, de índole progresista, aparecçia un pequeño recuadro, en primera página, con el nreclamo publicitario: “EL CABALLERO DE LA SETA” y luego, en las páginas interiores destinadas a Sucesos, se comentaba la noticia, aunque de manera más escueta. La portada de este periódico se refería a una nueva explosión atómica llevada cabo por los norteamericanos en cierta isla del Pacífico. Y la colocación de misiles nucleares por parte de la URSS en Europa Oriental.
Mientras en la primera página del diario católico se impresionaba una fotografía en la que aparecían los feligreses rodeando el papel anunciador que, en la puerta de la catedral, había sido motivo de la noticia, en el periódico progresista la fotografía estaba insertada en la página de Sucesos y se refería al momento en que el joven licenciado, desde lo alto del púlpito, se dirigía a los asistentes de la misa.
La noticia, asimismo publicada en el resto de la prensa local y nacional, se convirtió, como reguero de pólvora encendida, en el comentario del día.
En la oficina, donde el joven licenciado trabajaba en un total silencio, las sonrisitas y los chismorreos circulaban de boca en boca. Pronto comenzaron las mofas zahirientes.
– ¿Qué tal “se tá”? -preguntaba el más impersonal, pusilánime y envidioso de los compañeros. Y muchos dejaban escapar nerviosas carcajadas mientras lanzaban miradas de reojo al joven licenciado. Casi todas las trabajadoras, con la excusa de ir a tomar café, se reunían junto a la máquina del mismo para comentar… y lanzaban estúpidas crcajadas mientrasl algún varón, con aires de suficiencia, soltaba opiniones del más vulgar carácter sexual.
La prometida del joven licenciado habia llamado por teléfono para indicar que, por encontrarse indispuesta, no podía ir ese día a la oficina.
Aquella misma mañana, a media jornada, se reunieron todos los directores en el despacho del padre del joven licenciado. Era el director general de la empresa y los había citado, urgentemente, para tratar el tema de su hijo. Todos muy nerviosos llegaron a la conclusión de que la fatiga, a causa de los estudios, había hecho mella en la psiquis del joven licenciado. Y tomaron la decisión de ofrecerle, al día siguiente, un largo descanso.
A las tres de la tarde el padre del joven licenciado comía, silenciosamente, ante la misma mesa donde, de vez en cuando, lloraba la madre del mismo. La televisión desgranaba noticias. El locutor señalaba que los norteamericanos habían hecho explosionar una bomba, de alto exponente atómico, en alguna isla del Pacífico. En varias ciudades europeas algunos miles de jóvenes realizaban Marchas por la Paz. Un reportaje retrospectivo recogía, a modo de recuerdo histórico, decenas de cadáveres sembrados entre campos llenos de agujeros de la pasada Guerra de Vietnam. También aparecieron cadáveres de África, Oriente Medio y Latinoamérica.
Para finalizar, el locutor, con una estereotipada sonrisa, se dirigió a los telespectadores: “Queremos terminar, queridos telespectadores, con una sonrisa. El mundo está abundantemente rodeado de trágicas noticias; por eso cuando un hombre publica su matrimonio con una seta, nos produce el suficiente regocijo para darles a ustedes unos minutos de evasión. Queremos que la sonrisa llegue a todos los que, angustiados por la vida, necesitan el relax preciso para poder analizar si las setas son buenas o malas para el estómago. Si ustedes prueban setas, no se olviden de que el amor está llegando a sus cuerpos”. Finalizó con una congelada sonrisa que el padre del joven licenciado cortó instantáneamente al desenchufar el televisor.
Caía la tarde. Durante el dia habían cesado las lluvias anteriores. Pequeños rayos solares alumbraban las copas de los deshojados árboles.
El joven licenciado, sentado junto a un árbol, al lado de los enmarañados arbustos y la anaranjada seta, encendió su vieja pipa y, acariciándola, comenzó a pensar en aquella mujer de la que, años anteriores, había soñado un indomable amor. Ella murió por culpa de una enfermedad cardíaca. El joven licenciado acariciaba la madera de color castaño de su pipa. Recordaba los tiempos en que solía, en sus sueños, acariciar el color castaño de los cabellos de ella. La pipa, por similitud de colores, le traía constantemente su recuerdo.
– Se me ha parado el tiempo -musitó el joven licenciado- Y estoy anclado, de nuevo, en el mismo aula donde te conocí. Los muros y la pizarra me hablan de tu cuerpo, pero me faltan tus ojos para descubrir los colores del mundo. Por eso es por lo que llueve casi a diario. ¿Dónde estarás?. ¿Hacia dónde habrán huído tus cantos de vida?. Sueño con poder alcanzar tu pelo castaño flotando entre mis ojos. Me acuerdo que yo tenía una cartera negra. Ahora la vida fluye de forma horadada, sin gestos ni dedos para acariciar tu pelo. Tu cuerpo puede estar flotando entre las estrellas, aquellas luces sempiternamente alegres que discerníamos cuando, temblando de frío, buscabas el calor junto a mí. Ahorea soy yo quie siente el frío inundándome centimetro a centímetro. Por eso es por lo que voy dejando jirones de mi alma enroscados en el recuerdo de tu imagen. Si yo pudiera escribir hoy una palabra, seguro que sería “llanto”. No tendría la lengua tan seca como un palo y sí tendría una luz para mirarme. Pero aún la sangre me late por las sienes recordándome que sigo siendo humano. Y vivo. Y a ese árbol que crece entre mis dedos le surgirán las flores. Si mi boca dijera una palabra, tal vez la soledad se arrepintiera de tocarme los sentidos y clavaría su espada en mi cerebro para impedirme decir “ilusión”. Sigo mudo, sin que apenas una lágrima me borre del olvido. Estoy esperando, quizás, la mano amiga que sujete mi voz dándole vida.
Acercó sus dedos a la seta y la acarició.
– Tu piel se ha clavado tan dentro de mi fondo que se ha roto el lamento convirtiéndome en poema.
Besó la sombrilla de la oronja.
– Tu piel, beso potente, va secando mi llanto incendiando con sueños la realidad de amarte.
Dejó resbalar su mano por el pedicelo.
– Tu piel, suspiro inquieto bañándome el alma, con labios en la noche, me devuelve la vida que un día fui apagando. Ahora se encendió por mágico destino…
Tras una breve pausa dedicó una última caricia a la seta.
– Tu piel, manos que saben tocar lo que se ama, música de colores, montaña desbordada y misterio que ennoblece y eleva, en la plegaria, es el cuerpo que se rinde al cuerpo enamorado.
Por último se levantó. Seguía fumando la pipa desde la cual frágiles volutas de humo elevaban risueñas piruetas.
– Ya sabes que te amo en tu piel hecha destino, sin fronteras ni muros, cuerpo a cuerpo, eternamente juntos, tú y yo, brotando como si de Primavera se tratase.
Y se marchó, saboreando el tabaco, hacia la buhardilla.
Entró y, desnudándose, se tumbó en el camastro. La noche había llegado y se vislumbraba por la ventana que permanecía abierta. El joven licenciado pensó en voz baja.
Soplo de luz atenuada.
Es la noche en el alféizar
de mi ventana.
Sopla el viento las hojas
que caen. Otoño crudo
que mete frío en los huesos
de mi cuerpo desnudo.
Sus labios gélidos
resbalan por mis muslos
hasta hacerlos gemir
y, luego, un silencio en el sueño
rompe con mi ansia
y se hace sentir.
Las luces de la ciudad se fueron apagando.
Oscura medianoche
de luces apagadas.
Mi corazón no descansa
pensando en el mensaje
de la noche callada.
Oscura medianoche
que portas mis entrañas
hasta el fondo blanco
de la almohada.
Llevas mi eco sordo
al jardín de la esperanza
y, en medio del silencio,
medianoche del alma,
transportas un mensaje
de Verso hacia la Nada.
Unos suaves golpes en la puerta le hicieron volver a la realidad. Se levantó colocándose un pantalón corto y camisa. El perrillo blanco y negro le siguió.
La figura fresca y juvenil de la muchacha del teatro apareció en el dintel.
– ¿Puedo pasar?.
– Desde luego -contestó el joven licenciado.
Ella era rubia y llevaba el pelo largo y suelto.
– Es que acabo de terminar la representación y pensé que me gustaría tomar contigo unos tragos de vino. He traído esta botella…
– Excelente. ¿Qué es lo que representáis ahora?.
– “Morir por cerrar los ojos”, de Max Aub.
El joven licenciado sacó dos vasos y, sentándose ante la pequeña mesa formada por un tablero sobre dos borriquetes, comenzaron a beber tranquilamente.
– Esta noche -continuó la muchacha del teatro- paseaba por la ciudad. Los puntos cardinales de mi alma me rodeaban de frío entre las voces de mis únicas verdades. Me miraban los ojos de los transéuntes y, bajo la flor sin luz de los balcones, afilaban en el aire sus cuchillos. Los pájaros pardos de este otoño, que habían condecorado el cielo de la tarde, cambiaronse de aleros y fachadas. ¿Quién me conoce a mí?. A mi voz sólo respondió el viento que se enroscaba en las esquinas y alargaba, infinitamente, mi cintura por la calle. ¿Somos pájaros enjaulados sollozando por escapar a las praderas libres?. Pensé… y surgió el milagro. Las calles se volvieron ríos verdes, las aceras senderos poblados de rosas y creció la hierba en los asfaltos. Los edificios eran gigantescas montañas de color morado que abrían, en sus laderas, rayos de luz y, en sus cumbres, existía la nieve. Mi alma se escapó después de muchos años de ser simple transéunte. Caminé entre las imaginadas y frescas amapolas y me dije ¿en dónde cantan las fuentes?. Entonces descubrí que era en tu buhardilla y vine hasta aquí.
Una innarrable luz encendía los ojos azules de la muchacha del teatro. El joven licenciado se levantó lentamente y se acercó a ella. Puso las manos en su cintura y la hizo levantarse lentamente también. Cuerpo a cuerpo la miró a los ojos. La innarrable luz de los ojos de la muchacha del teatro penetraba en todos los sentidos del joven licenciado. La estreechó fuertemente y fundió un beso en sus labios.
Ella separó un poco la cabeza para hablar.
– Con la voz aturdida en los espacios de la soledad, sólo es un humo que asciende como una pirueta de incógnitos viajes. La soledad es la parte más sencilla de la vida y se suele convertir en agua de amor. Por eso mis ojos se iluminan de vibraciones que influyen en tus sentidos. Sé que es peligroso dudar en el vacío, pero yo no dudo, y el viento de la noche me ha convertido en manantial de agua.
El joven licenciado se quedó callado. Ella continuó.
Tú me enseñaste a querer
como quieren los olivos
la tierra para crecer
y los pájaros sus nidos.
– ¿Sabes lo que soy yo ahora? -susurró el joven licenciado.
– No sé… quizás mi árbol.
Yo soy, en medio de la noche,
tu blanco árbol encendido
por mil luciérnagas suspensas
sobre las hojas y el nido.
Se fueron acercando al camastro. Ella se desvistió suavemente y le desvistió a él. El joven licenciado se dejó caer. Entonces la muchacha del teatro dobló sus rodillas y acercó su vientre a la boca de él. Fue, después, haciendo resbalar, poco a poco su cuerpo y se paró cuando el joven licenciado comenzó a besar sus pechos.
– No acierto a medir esta hora -dijo el joven liecnciado- En la noche rozo, con la punta de mis dedos, tu piel. Hay una luna blanca que nos mira, poco a poco, con impasible recuerdo de añoranzas. No acierto a medir esta hora verde, de árbol desconocido, que me nace y me recorre la creencia de ser un hombre con rendijas, como un pájaro unánime que siesga el alba.
La muchacha del teatro se encontraba inflamada ante las caricias que el joven licenciado le dedicaba.
– Yo te lo puedo explicar. Es la hora sin pausa-naufragio de las cosas que eternizan las dimensiones y me devoran a la sombra de tu cuerpo.
– No acierto a medir esta hora alimentada con flores de cien hojas y otras presencias.
– Es la hora de las raíces prisioneras de mis sueños que me hacen sentir sus frutos, tan futuros, que se quedan en el huerto de mis esperanzas. Por eso pienso que, simplemente, es la hora cercana de nuestros alientos.
La muchacha del teatro se sentía llena de impulsos. Seguían besándose. Ella resbaló nuevamente su cuerpo por el cuerpo del joven licenciado. La boca de éste le besaba el cuello.
– Mañana la tarde se teñirá con el tinte púrpura de un errante cielo. Y la gente se volverá a mirarme. Yo extenderé mi cuerpo a través de la brillante niebla y mantendré delante de las flores, bajo el vacío cielo, los preciosos aleteos de esta noche que vienen a ser como aleteos de aves de primavera en desesperada huída -y sus manos acariciaban suavemente el pecho y la espalda del joven licenciado.
Éste acertó a decir.
– Si pudiera arruinar mis plumas volando ante el sol, alborotado entres nuestras calles favoritas de la zona vieja de la gran ciudad, me deleitaría con esa primavera que imaginas.
Al llegar a los labios de la muchacha del teatro, el joven licenciado los apretó con los suyos.
– Imagino esa primavera prque es el eco de todos tus poemas…
– Su pudiera, finalmente, flotar más furioso que ningún otro poeta y enocntrar, jadeante, la nube dorada donde se esconden las bandadas de pájaros rebeldes, plasmaría, a través de cada papel, algo así como “el cielo emprende inocentemente un viaje de esperanza sobre las estrellas no alcanzadas” y permanecería en esta habitación recitándote poemas y fabricando escandalosos sueños con el más pequeño movimiento de tu boca.
Acarició el cuerpo de ella.
– Creo en la sensibilidad de tus manos, sobre todo ahora que un trago de alcohol me agobia las pupilas. Sé que la envoltura de tus dedos sabe hablar a través de la tierra de mi cuerpo. Por mi meseta espumosa caminan tu tacto y tu caricia y el gesto primitivo de separar los veros de un poema. Tus manos me absorben como si hablaran a oscuras, lentamente, y me explicaran lejanos caminos. Creo en las sensaciones que parten de tus dedos y llegan a mi piel rozándome, suavemente. Espermas de ilusiones son los que nacen en tus yemas y penetran en mi razón. Con tu fuego se queman los cordajes apasionados de mis besos.
Minutos después, con la fatiga en sus cuerpos, permanecían abrazados el uno contra el otro, hasta que ambos se quedaron dormidos…
El joven licenciado comenzó a soñar. Se encontraba ante un enorme estadio deportivo, de una altitud inusitada. Miles de personas se agolpaban ante las paredes para poder entrar, gratuitamente, a ver la competición de tenis. Ayudaba a todos los que encontraba a su alrededor. Iban saltando la valla. Decidió saltarla también y, cuando estaba arriba, contempló cómo guardias a caballo aporreaban a los que intentaban saltar, sin ninguna clase de miramientos. Él mismo recibió un golpetazo, en la espalda, con la culata de un fusil. Le derribaron hacia adentro. A su lado decenas de personas de distinta edad y sexo caían también hacia adelante. Todos resbalaban, en una interminable caída, por entre las cabezas de los espectadores que se encontraban sentados en las butacas. La caída era cada vez más rápida. Todos iban resbalando y se formaba una especie de alud compuesto por cuerpos humanos que se apelotonaban unos junto a otros. La caída iba acompañada de gritos y chillidos estentóreamente histéricos. Los que caían se iban arañando con los hierros metálicos de las gradas. El joven licenciado se aferró a una muchacha que resbalaba junta a él y, de cabeza, terminaron, ambos, por caer en la pista de juego. Cuando miró a su alrededor vio centenares de cuerpos caídos. Una enorme brecha había surgido en su rodilla izquierda, de la cual manaba abundante sangre. Se incorporó y descubrió potentísimos poderes mentales. Los guardias se acercaban a él pero los convertía en asnos, hipopótamos, avestruces y jirafas. Luego comenzaron a llegar más guardias que le disparaban a quemarropa. Pero él no moría. Una mujer de ojos profundos, a su lado, le besó en los labios. Los guardias ametrellaban a ambos, pero ninguno de los dos caía herido. Por último, se fue elevando. La mujer había desaparecido. En la pista comenzaban a jugar los tenistas. La gente aplaudía. Se iba elevando y cada vez veía más pequeño el estadio. Divisó la ciudad, los campos, las montañas… Pasó por encima de las nubes y salió al Universo. Mezclado entre las estrellas se encontró en medio de una oscura noche. Aún contemplaba la Tierra, de un azul etéreo, cuando se dio cuenta de que soñaba. Tenía los ojos cerrados. El vértigo de la ascensión le hizo pensar que, en algún momento, llegaría su límite.
– ¡No quiero morir! -gritó.
Tuvo miedo. Abrió impetuosamente los ojos y se encontró aferrado al cuerpo de la muchacha del teatro.
– ¿Qué te ocurre?.
– Anoche bebí demasiada agua de tu manantial…
A esa misma hora el padre del joven licenciado, sin haberse ido a dormir todavía, tomaba los últimos centímetros cúbicos de su coñac preferido. Había llegado a una última conclusión.
– ¡Yo destruiré esa seta antes de que se derrumbe mi imperio!.