Simona

Simona nació una tarde, dos horas después de la hora del té. La casa a la que había de llegar no la esperaba ansiadamente que se diga, casi que fue una sorpresa no bien avenida…
Su madre, la joven Teresa, se sentía contrariada entre esa felicidad interna que tiene cualquier madre que se tenga por ello y ese ambiente de recelo al “una boca más a la que dar de comer…”
Y tal como Teresa pensó, ni iba a ser ese el parto’ la burra, ni podría disimular por mucho más tiempo los inmensos dolores que en su vientre sentía, así que esa tarde… Simona vio la luz.
Fue un parto sin complicaciones, la comadrona del pueblo se sintió dichosa con tan lindo alumbramiento:

– ¡Qué niña más larga! ¡Vamos al peso! Mm. 3’700 Kgr. Nada mal…
– ¡Qué buenos pulmones tienes joia’! ¡leches! ¿tienes hambre? (Primeras bellas palabras que oyeron los oídos de Simona)
– Vamos con tu madre ¡joeee!

Teresa extasiada la esperaba con los brazos abiertos, la cogió entre ellos dulcemente y arropó, mientras que mirándola fijamente, decía a la que era madre suya:

– ¡Ayyy mamaita, mamaita! ¡qué fea es mi niña, por dios!
– No hija ¡no! fea no es. Tiene los ojos saltones como su tío Kiko, larguirucha y flaca como su padre, pero no es fea la criatura, qué no ¡qué no!

Escuchando estas palabras, Teresa no sabía si sentirse halagada y más serena, o amamantar a tropel a la criatura para que pronto le crecieran las carnes.
Simona tendría que tomar leche materna en cuestión de segundos, no cabía la espera…

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