No es que me sienta ajeno a los griegos, o que desprecie las producciones de esta insigne raza. No se trata de agresión. Sólo pensé, leyendo a Amado Nervo, poeta en toda la extensión de la palabra, poeta completo; concluí que idolatrar es, a posteriori, negación o incomprensión del objeto de admiración.
Sucede que en el compendio de su obra, el citado poeta deja profusa evidencia de su admiración exacerbada. Esto sobre todo en la imagen de cierta Nausica, postrer grano áureo de la raza italo-greca entre una “renegrida” humanidad que ha sobrevivido a la devastación apocalíptica producto de la reconfiguración geográfica del planeta. Y no concluye aquí, pues la última reina blanca, además de consumar la forma helena, guarda, herencia de sus padres, ¡la última! (sic.) Ilíada hasta que muere, precisamente, recitando a Homero.
La hipérbole, además de ingenua (razgo innato del poeta), es morbosa, pues, según creo, pretende imitar el regalo de la perla a los cerdos.
Ante todo, porque lo más preciado de la humanidad no son sus creaciones culturales o de cualquier otra índole, pues son, sino envolturas de una potencia creadora, divina para algunos, inefable para otros; fermento del prurito de imponer en prójimos la asunción personal, mejor conocido por el eufemismo “comunicar”.
En seguida, podrá opinar cualquier hijo de vecino la necesidad apremiante de evitar el malinchismo y revalorizar lo propio, porque a fin de cuentas, uno no ama su patria porque sea grandiosa o bella, sino porque es suya (archisobada cita). Y a partir de esto, extenderme hasta declarar que, personalmente, si se acabara la humanidad mañana y sólo quedase yo rodeado de “salvajes”, aprovecharía para descubrir y experimentar el propio salvajismo, antes que predicar la supuesta supremacía de una extinta raza a oídos que en nada precisan sentirse inferiores.