Existen alamedas en la breve distensión de los segundos. Alamedas que saludan, convertidas en pañuelos medio ansiedad y medio querer, quedándose ingrávidas y sutiles en cada milésima de su tiempo y envueltas en aires de canciones sin destino; pero yo también tengo un reloj con los surcos del mar sobre las olas de la tierra…
Hora de meditación. En el horizonte plano se refleja la gris cuchilla del azadón que descansa tras la jornada campesinal (filosofía rural discurriendo bajo el plomo del atardecer que cae y se prieta con la piel). Piel. Archipiélagos de piel. El mío y el suyo lentamente beben de una misma sensación de entrega. Piel a piel sin victoria ni derrota. Piel a piel sin afanes de conquista. Piel. Archipiélagos de piel.
Simone de Beauvoir amando a los mandarines de su segundo sexo sartriano. Las palabras del muro que, a puerta cerrada, son del ser y de la nada. Yo rechazando (para amarla más) las huellas reticulares de las manos blancas y ella amando (para rechazarme menos) la moral ambigua de sus memorias de mujer.
– !Con qué prisas tan ligermaente breves multiplico el rincón de mis impaciencias! – dicen mis ojos.
– Sin embargo, la procesión de los destellos siempre es lenta para poder lucir el color de sus verdades -responden los de ella.
Sólo soy poseedor de una pregunta y el tren contesta colgando, del aire elemental, la tranquila y pausada voz de su segura y rápida materia:
“Tendremos que volver, ten por seguro, a la ondulada claridad de la llanura donde el hombre se eleve en su grito sencillamente humano; como brizna y raíz de tallo o, acaso, como barro solamente”. Y pienso y continúo: “Tendremos que volver, estoy seguro, al páramo abierto de los campos donde el hombre germine en su esperanza buscando nuevamente los eternos sueños: como brisas de veletas del atardecer o, acaso, como árbol simplemente”.
Por todo ello salgo (ícaro de los dédalos cretenses de algún minotaúrico volador) al corredor de los viajeros. Busco un pegaso renovador que me aumente y me alimente de fundamentos/promesa y si ahora, por un torpe gesto de arbitrariedad mal entendida, se hiciese pedazos el cristal de lo sensible, me embargaría un signo de tristeza al contemplar las cenizas de su sueño. Pero no sucede así por el sentido vivo y pleno que me inunda en esta hora. ¿Hora?. No. Ahora. En este ahora donde cantan todos los tiempos de la amistad y la palpitante armonía se transforma (varita nácar de alguna hada que, con azules de tul, se esconde entre los equipajes) en ilusiones comunes bajo forma de enigmáticos enanos. O quizás no sean enanos sino los gigantescos pensamientos que rodean los límites del mundo.
El verdadero y único mundo es viajar por las tierras sin pertenecer a ellas ni tener presencia fija en el alma de ellas. Ser un baúl grande y con mucho fondo para poder nacer y morir en cada instante de presencia y en cada ausencia de momento, ya que ¿no es la presencia un instante de lúcida determinación y no es la ausencia un momento de desaparición predestinada?.