En la tibia penumbra de la estancia hospitalaria en la que convalece, el anciano poeta laureado aprovecha el rato de soledad, que le dejan quienes le creen adormilado, para garrapatear con su mano vacilante un mensaje, el que cree que será su último poema. Con ya noventa años, hace tiempo que no escribe versos, colmando este hueco sensitivo de los últimos años con una metódica y apasionada dedicación al jardín hogareño, en el que no teme arrodillarse para escuchar mejor, a ras de suelo, la incesante melodía de los grillos, que entonan el aria familiar de lo que él reconoce como la música de la vida:
un inapreciado consumirse en el chisporroteo de los deseos. Sintiéndose ya libre del apremio de éstos, el poeta desahuciado por la edad escribe una temblorosa súplica de amor a su esposa en demanda de la que quizá sea su última caricia. No lo fue; porque, a quien esto ocurrió era al poeta estadounidense, hoy centenario, Stanley Kunitz, el cual publicó este mensaje a su mujer, la artista Elise Asher, como el maravilloso colofón de su obra poética.
“Querida, ¿recuerdas/al hombre con quien te casaste?”, le pregunta Kunitz a su amada al final de su postrer poema titulado Touch me, para inmediatamente pedirle: “Tócame, /y recuérdame así quién soy yo”. En el bíblico Primer Libro de los Reyes, donde se narra el final de la larga vida de David, ese portentoso y poético amante, cuyos desvaríos eróticos conmovieron al mismo Dios, hay una referencia al implacable frío que le calaba hasta los huesos en su ancianidad. Como ningún ropaje lograba calentar al aterido rey, sus sirvientes buscaron a una hermosa adolescente virgen, la sunamita Abisag, que, enroscándose en el cuerpo del entumecido David, entibió las últimas jornadas de quien, habiendo deseado compulsivamente todo, ya sólo apetecía el cálido y dulce rescoldo que trasmite la piel de una doncella núbil.
Aunque escriban versos inmortales, los poetas no pueden hurtarse a los estragos de la edad, gélido preámbulo de la muerte. Tampoco pueden disfrutar del divino privilegio de la resurrección, como le ocurrió a ese Cristo, al que la amantísima Magdalena sorprendió, disfrazado de jardinero, merodeando por los alrededores de la que había sido su propia tumba. “Nolli me tangere”- “no me toques” -, le advirtió entonces el resucitado, preservando así su divinidad del mancillador tacto de una mortal.
Ya de vuelta del pasado fuego en el que Kunitz generosamente había ardido por su amada, quiso rescatar, a las puertas de la muerte, una pavesa del incendio que ella había provocado y alumbró esa súplica en demanda de una caricia, con cuyo cálido tacto él aspiraba a recordar, en efecto, quién era, pero, sobre todo, la razón misma de ese misterio erótico que signa la naturaleza de la poesía y el arte.
Francisco Calvo Serraller