La cocina se había convertido en el refugio de aquella alma desvalida, golpeada por el tiempo. Poco a poco el vapor propio del fogón, se pegaban en sus manos y en su cara, como si fuese la esencia misma de su cuerpo.
Sus manos ya no eran tan agraciadas como en su época de juventud, pero su espíritu inquebrantable se mantenía tan lúcido como el día que aquella mujer (que ahora vestía unos harapos) decidió asomar sus ojos a los colores infinitos de la tierra.
Ahora la tristeza invadía su corazón y la soledad carcomía sus pesares.
Lágrimas brotaban de sus ojos e iban a reposar como gotas de agua sobre el caldo de la sopa. Una a una fueron cayendo, y el sabor amargo del ajoporro se fue disolviendo entre aquellas desdichas que caían de rellano sobre su lecho.
Y palabras mudas quedaron adosadas a su lengua, y sin decir palabra alguna, calla y aguarda en silencio hasta que la olla de presión chille al demostrar que fue capaz de ablandar aquellos granos.
La melancolía la fijó a la ventana aquella mañana de enero, las huellas digitales que ella apoyaba en el vidrio, quedaron marcadas como firmas indelebles de un documento transcrito en silencio y olvidado a las penumbras del destino.
Sola y en una triste zozobra, la mujer con mirada perdida en el horizonte, sólo aguardaba en silencio, con la esperanza de que aquella brisa de invierno traspasara la ventana y la llevará a un mundo donde el dolor no sea una estaca que desgarre el alma cada segundo.
Al sonido del reloj, el minutero sigue su rumbo, y las miradas heladas de aquella mujer cada vez son más punzantes; el dolor se aferra a aquella ventana como el reflejo de un espejo.
– Sofía ya es hora de dormir, tienes que ir a acostarte
– No…yo sólo quiero esperar
Y las palabras cortadas por un ligero llanto de entre los labios, retumbaron en aquel psiquiátrico donde aquella mujer de edad madura, esperaba a que el dolor se fuera de entre las rendijas de las puertas.
– la señora dulce me ha dicho que ella no ha querido hablar desde hace tres años…
Así fueron las palabras de aquella mujer de pelo rizado y de cara chismosa, cuando se dirigía a la vecina de al lado (con más cara de chismosa aún). Ambas hablaban discretamente desde la ventana de su hogar, donde perfectamente se veía al frente a aquella mujer solitaria sentada en una mecedora a la puerta de su casa.
– dicen que no se ha levantado de ahí en años…
– pues a mi me cuentan que sólo llora en las noches…
– y que calla en un profundo silencio igual al de un cementerio
– yo no se si es que está muerta en vida, pero lo único que sé es que desde que se fue, ella nunca más sonrió
– dicen las malas lenguas que sólo espera…
– ¿esperar que?
– Pues parece que sólo ella lo sabe…
Y aquella mujer sentada en esa mecedora mal trecha, deshilachada, parecía que el alma se le había ido con el último suspiro que dio la noche del 13 de enero de 1853. Se esfumó como el olor a cigarrillo y el hedor a una soledad perpetua la encadenaba a aquella triste imagen.
Todas muertas en vidas, carentes de latidos verdaderos, todas dentro de una verdadera bola de cristal esperaban a que los minutos que corrían y sangraban del reloj, concluyeran con aquella agonía insipiente que les partía el alma en diez mil pedazos.
Porque al final de cuenta todas ellas callaban en una absoluta quietud, esperando a un sentimiento muerto que se esfumó con el viento…esperando algo…
…..pero que sólo ellas eran capaces de entender qué exactamente…
Tienes una prosa muy grandilocuente, y no se si aposta, pero a veces rima como si fuese poesía. A pesar de ello hablas de escenas cotidianas, descritas de una manera bastante especial. ¿Tienes algún escritor favorito? Me parece interesante tu estilo