UNA TARDE CON COROT

Una tarde calurosa de verano en Madrid. Al entrar en el museo Thyssen Bornemisza, el alboroto callejero queda atrás, envuelto en el aire denso y cargado de luz, incapaz de atravesar los recios muros del edificio. Me envuelve una atmósfera de calma que invita al recogimiento y a la contemplación, mientras atravieso el amplio corredor que conduce a la sala de exposiciones temporales , dedicada en esta ocasión a la primera muestra restrospectiva de Jean Baptiste Camille Corot que se exhibe en Madrid.

Corot, considerado como uno de los más notables paisajistas del siglo IXX, se desvela ante nosotros en una exposición que reúne más de ochenta obras representativas de las distintas fases por las que atravesó el artista entre 1823 y 1873. Nada más comenzar la visita, me acerco intrigado a un pequeño cuadro cuyo título es París, el viejo puente Saint Michel. Un óleo de 1823 que me sorprende con la visión descarnada, casi onírica, de un Sena terroso, estancado bajo las órbitas desnudas del puente, tras el que aparece a lo lejos, el perfil sombrío de las torres de Notre Dame que se elevan con aire severo por encima del caserío ciudadano. En las guías de arte que he consultado, se insiste en la importancia de la arquitectura como componente esencial de los paisajes de Corot, sobre todo durante los años iniciales de su carrera. Los paisajes de su primer período italiano contienen, en efecto, construcciones precisas de volúmenes envueltos en el velo azulado del cielo, donde la luz cristaliza en el corte firme de los planos y transmite una gran riqueza de tonos incluso a las zonas de sombra. Tal puede apreciarse en algunas de las obras expuestas, como El Coliseo visto desde los jardines de Farnesio o Vista de la Cevara. En El campanario de Donai , óleo realizado en Francia hacia 1821, la atmósfera sutil del paisaje urbano parece condensarse en la gran torre del reloj de la ciudad, bastión formidable coronado de torrecillas, que reluce al sol y se eleva con aire protector sobre una masa compacta de casas, con empinadas buhardillas y chimeneas, que configuran la calle principal.

Afirman los expertos que a partir de 1830, se aprecia en la pintura de Corot una flexión romántica que sitúa progresivamante al artista en una visión lírica del paisaje y la figura; lo cierto es que los cuadros pintados en el Tirol italiano que contemplo en esta exposición, describen lugares impregnados de melancolía, que despiertan en nosotros resonancias íntimas, una invitación a dejarnos conducir por la luz cálida del atardecer, que al reflejarse en lagos y montañas sugiere caminos hacia regiones del espíritu apenas entrevistas. Ambientes húmedos y vaporosos, como el que me envuelve frente a Mañana en Ville d´Arbay (1868) donde los contornos del paisaje se desdibujan, como si se transformaran en la expresión misma de los recuerdos del artista. Agua, árboles , personas y animales se confunden en un territorio ambiguo en el que la luz crea mil reflejos ténues. El lirismo de su pintura alcanza quizá las más altas cotas en esos bosques que se llenan de vibraciones mágicas con la melodía que arranca de su flauta un pastor (Puesta de sol. El pastorcillo, 1840) o en escenas en las que palpita una serena tristeza, como la que representa a una mujer junto a una lira, envuelta por la oscuridad de la espesura que rodea a una remanso de agua, en el que aparece una pequeña franja de reflejos luminosos (La Soledad. Recuerdo de Vigen, Limoussin 1866) o aquella otra en la que , al tiempo que la bóveda celeste resplandece con las primeras luces del día , una figura destacada apenas de la penumbra de los prados cargados de rocío, levanta su brazo con gesto anhelante en dirección a una estrella que refulge en lo alto ( La estrella del pastor, 1864)

Llego a la última parte de la muestra, dedicada a la figura humana y a recuerdos del artista, y me detengo sobre todo frente a algunos retratos femeninos de los que surgen siluetas evanescentes, miradas perdidas que se enredan en una atmósfera de evocaciones (Sibila, Cristine Nilson, Gitana con mandolina , Lectura interrumpida;obras realizadas entre 1865 y 1874) Cerca de ellas, el cuerpo resplandeciente de una diosa se ondula suavemente junto a las aguas que brotan de una fuente, en lo más profundo del bosque (La fuente de Diana, 1869-70) y ya a punto de abandonar la exposición, un cuadro extraño en el que se adivina la silueta de un animal salvaje, que se recorta sobre el fondo rojizo del atardecer, me sumerge de nuevo en el espacio incierto de lo imaginado (Paisaje nocturno con una leona, 1873)

He salido del museo y una brisa fresca libera el aire de la pesadez propia de la estación estival, hasta convertirlo en un medio diáfano, capaz de transmitir con nitidez los reflejos luminosos que zigzaguean por el corazón de la ciudad y de prestar su temblor a las hojas de los viejos árboles que se alinean en una simetría perfecta a lo largo del Paseo del Prado. Las esquinas y rincones de las calles donde se alzan palacios y mansiones que formaron parte del esplendor isabelino, parecen sumidos en un estado de ensueño, en el que adivinamos el trasiego de la alta burguesía que se pavonea en sus elegantes carruajes, mezclado con el griterío de las vendedoras callejeras de violetas y el redoblar de tambores al paso marcial de las tropas que se reunían en la vecina estación de Atocha, para iniciar su larga marcha hacia los lejanos destinos en ultramar. Anochece en Madrid, y mientras las primeras estrellas comienzan a brillar sobre el perfil boscoso de los jardines del Retiro, llega hasta mí un eco de canciones infantiles que desgranan con candidez letrillas de corro entre la luz difusa de los faroles.

Carlos Montuenga.

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