Una vida en el mundo (Novela) Capítulo 11

Silver

Miro nerviosamente mi reloj de pulsera. Es la última joya de las muchas que he tenido que ir vendiendo por la décima parte de su verdadero valor para conseguir unas cuantas monedas. Hace ya dos horas exactas que sigo ante la máquina tragaperras. Meto. Meto. Meto. De vez en cuando saco algo con lo que poder continuar jugando cuando ya parece que el dinero se me acaba. Meto. Meto. Meto. Sigo metiendo. De vez en cuando sigo sacando algo para continuar jugando. Aumentan mis nervios. Sudo por todos los poros de mi piel pero esta maldita máquina sigue sin darme el premio que me merezco. ¡Quiero ser millonario! ¡Quiero ser millonario y me aferro, una vez más, como llevo haciendo desde años, a la posiblidad que me ofrecen estas máquinas lúdicas, resplandecientes, brillando como estrellas en el firmamento cerrado de este local que me asfixia lentamente! ¡Quiero formar parte del firmamento de los millonarios! Cuando vuelvo a mirar mi reloj de pulsera son ya las doce del mediodía. Llevo tres horas exactas jugando sin parar… sin parar… sin parar…

Juego sin conciencia alguna de lo que hago pero creo que estoy a punto de conseguirlo. Sin embargo ya acabo de perder todo el sueldo de este mes. ¿Y ahora qué hago? ¿Cómo le digo a mi esposa que no llevo la paga de este mes a casa? Mi concienca me hace sudar cada vez más cuando me reclama. Por un momento me doy cuenta de que estoy enfermo pero no lo creo… no estoy enfermo… sólo tengo que concentrarme y ganar…

– ¡Esperanza! ¡Nunca debo perder la esperanza! ¡Pediré a algunos de mis amigos cercanos porque sé que me van a apoyar!

Me acerco a todos ellos. También sudan y están como enchufados a sus máquinas. No. No son mis amigos. Con esto del dinero y la ambición para llegar a ser millonarios lo antes posible no hay ninguna clase de amistad. Y rechazan mis peticiones con el simple hecho de no hacerme caso mientras meten… meten… meten monedas… y alguna que otra vez sacan…

– ¡Necesito ayuda! ¡Tengo la adicción de la que tanto me ha hablado mi psiquiatra! Pero… ¿no será que el psiquiatra quiere quitarme la oportunidad de ser millonario porque siente envidia de mi personalidad? ¡Soy toda una personalidad y voy a demostrarlo! ¡Sólo necesito un poco de suerte nada más! ¡Estoy desesperado! ¡Quiero dejarlo pero no puedo! ¡No me pasa nada malo, solamente que no puedo, solamente hasta que consiga ser millonario nada más!

Golpeo a la máquina con todas mis fuerzas pero no sale ni una sola maldita moneda con la que poder seguir jugando. Así que decido salir corriendo hacia el Banco. Tengo que sacar un poco de los ahorros que estamos guardando para comprar la casa. Sólo un poco. Nada más que un poco. Entro en el Banco. Pido mi saldo. ¡Horror! ¡No me queda ni tan siquiera para comprarme unas sandalias de segunda mano! Pero tengo la esperanza. ¡Esperanza! ¡Sé que si saco todo el saldo conseguiré el premio que tanto deseo! Vuelvo a la Sala de Juegos y me quedo otra vez atrapado en la telaraña. Meto. Meto. Meto. De vez en cuando consigo algunas monedas para seguir jugando. ¡Estoy desesperado! ¡No sólo he gastado toda la mensualidad sino que he acabado con todos los ahorros que teníamos en el Banco! Se me acerca una chavala guapísima de 16 años de edad. ¡Esperanza! ¡Siempre me queda la última esperanza para poder triunfar!

– ¡Es usted mi esperanza, señorita!
– Perdone, caballero, pero no me llamo Esperanza sino Soledad.
– ¿Soledad? ¿Se llama usted Soledad? Entonces…
– Entonces… ¿qué sucede ahora con usted, caballero?… ¡está sudando a mares!…

Hablo sin pensar lo que digo…

– Que si es usted Soledad comprenderá muy bien lo solo que me encuentro.
– ¿Por haberse arruinado por culpa de esa tragaperras?
– ¡Es sólo cuestión de minutos! ¿Podría usted prestarme algunas monedas? ¡Se los devuelvo en cuanto consiga ser millonario!
– Caballero. La verdad es que me he acercado a usted porque estudio Periodismo y estoy haciendo un trabajo de investigación social.
– ¿Me quiere entrevistar? ¡Alabada sea la diosa Fortuna! ¡Por diez monedas le concedo la entrevista!
– Antes de darle las diez monedas conteste solamente a unas pocas preguntas nada más.

Me paso la mano por la frente. Sudo. Tengo fiebre. Quizás esta sea la oportunidad que tantos años llevo buscando. Tengo fiebre pero puedo mantenerme todavía en pie.

– ¿Quiere usted que nos sentemos en alguna de las butacas del hall?
– ¡No! ¡No puedo dejar de vigilarla!
– ¿A mí? ¿Para que quiere vigilarme a mí? ¡Le he prometido diez monedas por la entrevista y no dude ni un momento en que se las voy a dar!

Me atropello al hablar pero procuro ser comprendido…

– ¡No! ¡Esto! ¡No! Lo que quiero decir es que no puedo dejar de vigilar a mi máquina. ¿Sabe suted que dentro de unos pocos minutos voy a ser millonario y no quiero que nadie se lleve lo que tanto me ha costado alcanzar?
– Eso es más comprensible. Así que mi primera pregunta es… ¿cuántos años lleva usted enganchado a este tipo de juego?
– ¿Quiere decir desde cuándo tengo la certeza de que voy a ser millonario?
– Si usted lo desea llamar así… ¿desde cuando tiene usted ese sueño?
– ¡Tres! ¡Hoy se cumplen tres años exactos y por eso sé que a la tercera va la vencida! ¿Me da ya esas diez monedas? ¡Necesito ser millonario antes de que mi mujer se entere!
– ¿No se entera su mujer de que sufre este vicio?
– Lo sabe. Pero no es un vicio sino una pasión.
– ¿Cómo comenzó tal pasión?
– En un bar de copas. Todo iba muy bien con ella, ya sabe, mi secretaria… pero no sabía que empezaba mi nueva desgracia.
– ¿Puede usted explicarse mejor?
– Por querer tener una galantería con ella, ya sabe, mi secretaria… tomé un par de monedas y las metí en la máquina tragaperras de aquel bar de copas. Saqué 40 monedas pero seguí metiendo… metiendo… metiendo… hasta que perdí todas ellas… y mi secretaria me había abandonado por falta de atención de mi parte. Así que volví a la máquina para consolarme con el premio mayor y…
– ¿Y hasta ahora tal vez?
– Hasta ahora, señorita Esperanza.
– ¿Tiene usted fiebre o le falla la memoria?
– Sé que jugar con estas tragaperras termina por hacer perder la memoria pero… ¿en qué me he equivocado?
– En que yo no soy la Esperanza que usted tanto desea sino la Soeldad en la que usted está tan hundido.
– ¿Me das ya las diez monedas?
– Antes dígames qué pasa con su mujer…
– Mi mujer y mi hija han hablado muchas veces seriamente conmigo pero… ¿sabe lo que les sucede a ellas?…
– Supongo que están nerviosas por culpa de su vicio; o quizás estén ya cansadas de aguantarle.
– Ni una cosa ni otra. Les pasa que les falta fe en mis posibilidades.
– ¿Pero les ha prometido alguna vez dejarlo?
– Les he prometido que si dentro de otros tres años más no consigo ser millonario con esto de las máquinas me pueden abandonar si lo desean.
– ¿No se da cuenta de que está usted tropezando siempre contra la misma piedra?
– No. Me amenazan con meterme en un centro médico como les sucedió a mi padre y a mi abuelo.
– ¿Su padre y su abuelo fueron tambien ludópatas?
– ¡Ya se murieron pero llevaban el juego del póker dentro de la sangre! ¡Se arruinaron un montón de veces antes de que mi madre y mi abuela les internaran en el psiquiátrico para poder vivir y darme una mejor vida a mí! Gracias a ello pude estudiar en la Unviersidad.
– ¿Qué estudió usted?
– Empecé estudiando Matemáticas, exactamente me quería especializar en el Cáculo de Probabilidades. No pude terminar los estudios porque me casé a los 20 años y dejé la carrera de Ciencias Exactas. Pero el Cálculo de Probabilidades ya había entrado a formar parte de mi sangre y siempre tuve el sueño de convertirme en millonario gracias a él. ¿Ve usted cómo mi vicio no es una enfermedad sino que está basado en una secuencia matemática y a toda secuencia sigue una consecuencia y por eso hoy es mi Gran Día?
– Pero por lo que yo estoy viendo…
– ¡Lo que usted está viendo no le importa ni un carajo, cara bonita! ¡Hoy voy a ser millonario y hoy voy a ser millonario! ¡Fin de la entrevista que me quitan el sitio! ¿No sabe usted que estamos rodeados de oportunistas?
– ¿De verdad se encuentra usted bien, caballero?
– ¡Nunca me he encontrado con más ganas de cantar pero sé que debo ser pudente para no levantar envidias en todos estos que hay por aqui! ¿Dónde están esas diez monedas que me prometió?
– A palabra dada palabra cumplida. Es usted mejor de lo que piensa pero es peor de lo que sueña.
– ¡Déjese de frases famosas, cara bonita! ¡Me importan menos que un pimiento los proverbios chinos!
– No es un proverbio chino sino una frase inteligente que me acabo de inventar.
– ¡Pues déjese de inventos y suelte la pasta que me van a dejar sin sitio!

Ella saca de su monedero las diez monedas y entonces pienso en mi reloj…

– ¡Espere un momento! ¿Cuánto me da por mi reloj? ¡Mírelo bien! ¡Es una linda joya muy apropiada para una jovencita tan linda como usted!
– Gracias por el piropo pero no necesito más relojes. Ya tengo tres y los tres me funcionan muy bien.
– ¿Qué tal otras diez monedas? ¿Es una gran oferta sabiendo que es de oro macizo?
– Está bien. Deme el reloj y tome las veinte monedas. Pero recuerde que por culpa de veinte monedas de plata, Judas terminó ahorcándose por no poder soportar el infierno en el que vivía. Use las monedas para algo provechoso. Es un buen consejo.

Ya no tengo tiempo alguno que perder con ninguna jovencita estudiante de 20 años de edad por muy linda que sea. Me aferro a la máquina. La meneo de un lado para otro para desearme suerte. Meto. Meto. Meto. De vez en cuando me salen algunas monedas y sigo metiendo y metiendo y metiendo… ¡hasta que me quedo sin nada porque la máquinas no me ha devuelto ninguna!… Y entonces me entra el llanto y golpeo a la máquina y ya no sé que va a ser de mi futuro. Hasta que siento una mano sobre mi hombro derecho. Es una mano cubierta completamente por un guante de plata. Me vuelvo. ¡Dios mío! ¡Parece un extraterresre totalmente vestido de plata! ¡Hasta la cabeza es de plata!

– ¿Es usted de otro planeta?
– Soy de otro planeta pero no se preocupe. Sólo quiero contarle un cuento…
– ¿Y si le escucho me regalará diez monedas?
– Se las regalaré con mucho gusto.
– Escucho.
– Lo primero que Tomás descubrió al abrir los ojos fue un profundo silencio. Algo verdaderamente inesperado para él. La penumbra era total en la alcoba y sintió una especie de congoja interna que no sabía, amodorrado como estaba, a qué achacar. Alargó el brazo para tocar el cuerpo de ella, pero no encontró más que un vacío. Repentinamente asustado comenzó a tantear sobre las sábanas. No. María no estaba allí, dormida a su lado como siempre… así que, todavía con los ojos dolidos por la oscuridad, encendió la lucecita de la mesita de noche. Eran las dos y media. ¿Las dos y media de la madrugada y María no estaba allí, dormida a su lado como siempre? Se levantó más asustado todavía y dando un bote en la cama. Se acercó a la ventana, descorrió el visillo y levantó la persiana. La luz cegadora del sol le hizo cerrar brevemente los ojos. Se los frotó. ¡Eran las dos y media de la tarde! Había dormido durante diecinueve horas exactamente.

Es cierto que a las siete de la tarde del día anterior, tan cansado como estaba después de tres duras jornadas de trabajo exorbitante, sin haber tenido apenas tiempo para dormir, había dado aviso a María y los niños de que por nada del mundo le despertasen a ninguna hora. Sábado y domingo no tenía jornada laboral y solamente quería dormir… dormir… dormir….”¡Por nada del mundo me despertéis! ¿Habéis oído bien?. ¡Aunque se esté acabando el mundo no quiero que me despertéis!”. Y les había hecho jurar a todos que no lo harían. “!Aunque se esté acabando el mundo, eh, aunque se esté acabando el mundo!”.

Lo que más le extrañó fue que a esa hora, las dos y media de la tarde de aquel resplandeciente sábado de principios de septiembre, no estuvieran ni María ni los niños “dando guerra” en la casa. ¿Por qué no le habían despertado para comer? ¡Ah, sí, se le olvidaba! “¡Aunque se esté acabando el mundo no me despertéis! ¿Entendido?”. “¡Sí, Tomás, te hemos entendido!”. Les hizo jurar a toda la familia. Pero… ¿cómo iba a pensar él que aquella orden se la tomasen al pie de la letra? ¿Qué estarían haciendo ahora María y sus tres hijos a las dos y media de la tarde y fuera de casa? Se desperezó estirando los brazos. ¡Ya se había cansado de dormir! Todavía en calzoncillos se dirigió a la cocina dispuesto a prepararse un café con huevos fritos y jamón. Entonces fue cuando vio el papel escrito y pegado con cello en la puerta del frigorífico: “Tomás. Hemos cumplido con lo que nos hiciste jurar. No te hemos despertado. Nosotros nos hemos ido. Que tengas feliz sueño y te de tiempo. Adiós”.

¿Qué era aquello? ¿Una broma pesada? ¿O acaso María había ya descubierto que le ponía los cuernos con Vicky? No. No era posible. Vicky no conocía a María y María no conocía a Vicky. A no ser que el chivato de Benito… “¡Ahora mismo salgo de dudas!”. Se fue al salón a por la agenda de teléfonos. Su memoria para estas cosas era una verdadera fatalidad. Hojeó la agenda por la letra B. Allí estaba el teléfono de Benito. Y comenzó a llamarle con enorme desesperación. “¡Si se ha ido de la lengua me lo cargo, juro por todo lo que más quiero que me lo cargo!”.

El teléfono de Benito daba claramente la señal pero nadie contestaba. Después de intentarlo por tres veces, cada vez más nervioso, optó por llamarle al móvil. Nada. Tampoco el móvil de Benito daba respuesta alguna. “!Como te hayas ido de la lengua, so cabrón, te juro que no paro en hacerte la vida imposible! ¡Contesta ya, Judas!”. Pero ni Judas ni Benito contestaban al móvil, así que decidió aplacar los nervios y las iras y fue de nuevo a la cocina a tomar una aspirina. Le dolía tremendamente la cabeza.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que aquel profundo silencio reinante en la casa era tremendamente extraño para ser las dos y media de la tarde. Aguzó los oídos. No escuchó la voz de la vecina de al lado discutiendo con su marido. Era la primera vez que no la escuchaba. Ni al perro del vecino de arriba ladrar como un demonio. Aquel día no se oía ni el zumbar de una mosca. El silencio era sepulcral. Abrió la ventana. No había coches aparcados en las aceras. ¡Qué raro! ¡Si siempre estaban repletas las aceras de la calle a la hora de la comida! Además… ¡ni un solo automóvil, moto o bicicleta circulaba por la calle! ¡Pero si esta avenida es de un continuo ajetreo automovilístico! Pues no. No circulaba nadie por la calle. Pero lo más asombroso es que tampoco vio persona alguna caminando por la avenida. Ni personas alguna ni ningún perro, gato u otro animal. ¿Dónde estarían? ¿Es que se habían encerrado todos en sus casas?

Demasiado asustado ya por aquel silencio espectral, se vistió como pudo, con el primer pantalón y la primera camiseta que encontró. El pantalón era verde esmeralda –de su mujer- y la camiseta morada; pero no le importó aparentar un esperpéntico payaso. No era asunto de reparar en eso ahora. Y todavía con las zapatillas de andar por casa salió a la escalera. Pensó que sería buena idea tocar el timbre de las vecinitas de al lado. Aquellas tres guapísimas latinas que tenían arrendado el Tercero C y con las que tanto había soñado en más de una ocasión. Les pediría azúcar. Eso es. Azúcar para salir del paso.

Tocó el timbre tres, cuatro, cinco veces… pero en ninguna ocasión obtuvo respuesta desde el interior de la vivienda ni ninguna de aquellas tres preciosidades salió a abrir la puerta. ¡El asunto ya era grave! Perdido todo el control de su supuesta sempiterna serenidad comenzó a hacer sonar todos los timbres del tercer piso, incluido el de su propio hogar. Después, ante la falta de respuestas, bajó alocadamente al segundo piso y repitió la escena. Tampoco respondió nadie. En el primer piso volvió a hacer lo mismo con idéntico resultado. ¡Totalmente asustado salió a la calle!

Nadie. Todo era silencio. Corrió como un loco por las calles vecinas. Algunos establecimientos estaban abiertos y entró en todos ellos atropelladamente pero ningún ser vivo (humano o animal) encontró dentro de ellos. De repente se acordó del Locutorio-Internet La Esperanza. Estaba abierto. Descontrolado, con el corazón latiendo a mil por hora, comenzó a llamar por teléfono a todas sus amistades. Ninguna de ellas respondió a la llamada. Enloquecido totalmente tomó la guía telefónica e inició una larga travesía de llamadas telefónicas cogidas al azar. Nunca encontró a nadie que contestase a sus ya desesperadas llamadas. Después siguió una febril serie de llamadas a países del extranjero. ¡Tampoco! ¿Qué le pasaba al mundo?

En un mínimo momento de serenidad mental se acordó del Google. Se acercó a una de las computadoras y entró en las páginas informativas. ¡Allí encontró la respuesta! Durante todo su largo sueño se había estado anunciando por los medios de comunicación que a la Tierra sólo le quedaban horas de vida. Que millones de OVNIS estaban llegando para embarcar a toda la población humana y sus animales mascotas. ¿Había entendido bien? ¡Millones de naves OVNIS se estaban llevando a toda la población mundial! No. No estaba soñando. Estaba despierto. Miró el reloj. Eran las tres y media de la tarde. La Operación Salida se cerraba a las cuatro. Pero… ¿dónde estaba el OVNI más cercano? Salió de nuevo a la calle y comenzó a correr como un poseso en todas las direcciones.

De repente, al fondo de una gran avenida vio a un OVNI embarcando personas y animales. Alguien hablaba por un altavoz: ¡Atención! ¡Es la última aeronave! ¿Falta alguien por acudir a nuestra llamada? ¡En veinte minutos despegamos! ¡Si alguien queda por acudir y no se presenta en veinte minutos no podremos hacer nada por él! Comenzó a gritar pero estaba demasiado lejos y la voz del parlante no callaba y le impedía hacerse notar. Meditó. Si corría a todo pulmón aún estaba a punto de salvarse.

Pasó delante del Banco Estatal. Se frenó en seco. El Banco tenía todas sus puertas abiertas y una enorme cantidad de sacos repletos de millones de billetes y de monedas se encontraban desparramados por el suelo. ¡El dinero! ¡Se iría con todo el dinero posible para ser el más millonario en el nuevo mundo! Entró precipitadamente al Banco y agarró dos enormes sacos repletos de billetes y monedas hasta los bordes. Comenzó de nuevo a correr pero el peso era enorme. Las fuerzas le flaqueaban. Se hacía desesperadamente lenta su carrera. Las agujas del reloj seguían avanzando. No. ¡No renunciaría al dinero!

Se desplomó sobre la acera cuando le faltaban solo quinientos metros para llegar a un OVNI que ya cerraba sus puertas y se elevaba hacia el cielo. Y allí quedó, tendido sobre el asfalto, eternamente fallecido, el último millonario de la Tierra.

El extraterrestre vestido completamente de plata ha desaparecido. Parece que todo ha sido un sueño pero en mi mano derecha tengo diez monedas. Así que meto… meto… y meto… hasta que termino totalmente arruinado, sentado en medio del suelo y soportando las burlas de todos los demás porque la máquina no me ha devuelto nada…

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