En algún momento debemos creer en algo.
Aunque quizá no del todo, o sólo un poco.
Aunque parpadiemos frente a las mentiras, frente a los supuestos, frente al fluctuante verso que encierra la verdad.
Aunque no entendamos por qué nos lleva tan lejos, el estar empecinados con remotas reminiscencias cargadas de nada. Que probablemente no existan -¿que probablemente no existan?- .
Aunque no entendamos por qué buscamos esa respuesta; aunque nunca empecemos por la pregunta.
¡Cuánto tiene de maravilloso creer en algo que sólo nos da interrogantes! que nos otorga la inmensidad del vacío para sentirnos libres, desmigajados, violetas.
Que se aleja de nosotros y nos deja a oscuras, esperando que se consuman las tumbas rodeadas de jazmines y dulces espectros engañados. Esperando socavar el agujero en que reposan tumbas vacías, y al mismo tiempo tan llenas de nosotros. Tan tristes y hermosas. Tan despejadas y grises. Las tumbas de dolores compartidos y destinos antagónicos.
Ya ni siquiera podemos creer en la muerte, porque ni en el alto cielo encontraría resguardo una morada flor, que forma parte del viento acongojado. Que surca las tempestades. Ni de paso por el purgatorio podríamos escapar, ni en un carruaje con princesas y simpáticos ratones, ni en el bolsillo de un negociante, ni flotando en el agua de un pez mudo muerto de sed, ni siquiera le escaparíamos a la bienaventurada muerte en el vuelo de una paloma, en los furiosos ojos de un depredador, en el tatuaje mnémico de un hombre, en las escalinatas de la primavera, tampoco en el fascinante mundo inorgánico de las palabras recubiertas de azúcar, o derretidas a fuego lento durante una hermosa colisión.
Es una muerte tan viva la que encarniza el espíritu, que no podemos llamarla muerte, sino adiós.
Sino reencuentro.
-Sino azar-.
Y yo la llamaría encantamiento, Celeste. Una muerte viva llamada encantamiento de ansdiada libertad como muestras en tu expresión tan llena de palabras con espíritu. Un besote, Celeste.
Preciosa tu reflexión, Celeste. Quizá debamos creer sólo en nosotros mismos, y no siempre.
Ojalá tuviéramos una muerte tan bella como la de las flores.
Un abrazo.