Y a mí que nadie me había querido regalar una caricia.

Todo era una oscuridad. Una niebla. Una penumbra. Una ocuridad. Un despedirme del amor sin más remedio que aquella extraña soledad. Una niebla del tiempo. Una penumbra de la vida. Una oscuridad. Sólo una oscuridad y mil silencios de ecos lejanos escondidos entre las horas… entre aquellas horas en que no había más que un vacío y yo dentro de aquella especie de despedida de todos mis sueños.

Sólo al final del túnel vi el lejano y leve resplandor de una luz fugaz; como si una estrella hubiese aparecido para decir que más allá de la niebla, la penumbra y la oscuridad aún estaba la esperanza del último sueño. Un leve resplandor que mantenía su luz encendida para que no me hundiese en el vacío.

Ya no pude soportar más la niebla. Ya no pude soportar más la penumbra. Ya no pude soportar más la oscuridad.

– ¡¡¡Soy yo y estoy aquí!!!.

Y a mí que nadie me había querido regalar una caricia. A mí que nadie me acarició jamás… ¡me explotaron todos los sueños de mi fantasía en un profundo estallido cuando su mano acarició mi rostro!.

Soñé. Soñé que sólo era uno más de mis pasados sueños. Pero no fue así. La luz se hizo intensa y brilló la estrella más lejana… la más inalcanzable… y extendí mi sueño final y a mí que nadie me había querido regalar una caricia se me hizo vida nueva todo aquel estallido de mi fantasía porque era verdad que ella estaba presente y me había regalado aquello que nadie me había querido regalar. Una suave caricia.

Y apréndí, en medio de la niebla, en medio de la penumbra y en medio de la oscuridad, que su nombre era la L de la Luz… la I de la Inocencia… la L de la Libertad… la I de la Intensidad… la A de la Aproximación… la N de la Niñez… la A del Amor. Y me quedé profundamente dormido hasta que los pájaros de su mirada me hicieron despertar cuando el alba renació con todo por delante para vivir.

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