Entre los grandes compositores del barroco ¿cómo quedarse con uno solo? Ocurre como con los perfumes: hay que cambiar a menudo porque, si no, se acaba uno saturando del aroma y llega a no notarlo. Aún así, mis preferencias siempre vuelven hacia Händel. Y también hacia la magia de los antiguos teclados antes de la aparición del piano.
No hay nada en su obra que sea mediocre ni repetitivo. Hasta las composiciones de las que tanto se ha abusado en publicidad me parecen sublimes escuchados a solas o en una sala de conciertos, lo que es mejor, porque no se puede uno permitir ciertas licencias que en su propio ambiente sí se permite. Porque en una sala de conciertos hay que desentenderse de todo lo que no sea la música, abstraerse por completo, hasta de los condicionamientos del cuerpo, reprimir la tos, inmovilizarse. Sigue Leyendo...
Surcaba los espacios con sus alas de nácar desplegadas en medio de los rayos de la luz. Ella surcaba la vida llenándola de esperanzas verdes y los arcos iris de todas sus geografías se pronunciaban radiantes en la mirada de los oteros y los valles. Allí, bajo la atenta presencia de los pinos, la fugaz llegada del misterioso ademán llenaba los colores del día como una inmensa aureola de paz y de concordia. Ví a la paloma volar y entonces sentí la imperiosa necesidad de hacerme mirlo encantado bajo el sonido de la música de la lejana flauta de un pastor de ovejas que descansaba sobre la verde pradera. ¡Qué hermoso instante este en el que todo el contenido de la vida se transfigura en una metáfora de los espacios!. Sigue Leyendo...
Una luna atiborrada de cemento,
despertaba del amanecer,
mientras repetía las notas
del marchito coro de papel.
Eran aquellas canciones que
habían perdido el pellejo en una
apuesta sin recibo, en una pusada
sonrisa que esperaba para reír,
el final.
Porque la última parte de su voz,
dibujaba ecos en la copa que
teñía de menta la mitad
de una gota que salpicaba licor.
Se había teñido de color claroscuro,
la simpleza de la mirada aquella que no
paraba de aparecer, resuelta en palabras
que prometían el desafío de una
ilustre encrucijada.
Rota estaba la línea que desnivelaba
mis sentidos,
carcomidos por el destino de la deshora.
Ese destinto que empezaba a parecerse a mí.
Que recorría las paredes y se mudaba en sombras,
que dibujaba figuras inexplicablemente bellas,
esparcidas por todas las cumbres.
No quise perderte en los surcos de un camino angosto,
de la puntualidad del tiempo.
Ni siquiera intenté despistar el perfume de las
hojas, que perdidas en el trajín no daban respuesta.
Ni siquiera los pasos que se apartaban del laberinto encontraban
la tibieza que envuelve un sueño blanco, casi vuelto a soñar.
Es que el mundo se había detenido en las callejuelas
del fracaso. Los escrúpulos ahora pedían permiso para pasar.
La tierra decoraba con su negro perfecto
la tranquilidad de un dulce regocijo.
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