El teléfono colgado, el auricular asolado, los oídos prestos a lejanos sonidos. El sentimiento que tenía atrapado en el pecho, que no quería soltar por la garganta en un sonido desgarrador de su ser. La cintura escondida por las estrías de ser madre. Vacía esperanza y fe en las cuerdas de un rosario roído, el mismo con el que había enseñado a rezar a sus pequeños, sus piernas deformadas por la gestación de cuatro vástagos, pero con el orgullo de ser madre. Su mirada ajada en san Antonio y su culillo de candela sudando las últimas agonías del fuego, repasando las palabras de su hija al salir en la mañana, buscando una palabra que le de consuelo, aunque sea el nombre de una amiga que hasta ese momento no había podido recordar.
Estrés nauseabundo que la abraza por la espalda, un padrenuestro viene, detrás un avemaría, sigue de nuevo. Tres varones en casa, falta la niña, la muchacha que con su adolescencia se escapó por la tarde, tomadas de la mano como grandes amigas. Las letanías aparecen, los varones miran a su madre en silencio, miran su fe, su fuerza, sus venas resaltadas en sus manos juntas, tomando el rosario con tantos sentimientos difíciles de reconocer, esas manos que lavaron la ropa, hicieron la comida, que le guardaron un plato a su niña para que comiera al regresar con hambre. Se esfuma el aliento de la candela. Con ella tinieblas caen en la habitación densamente, el sinsabor de pensar que puede eso ser una señal del destino de su hija. No sucede nada por unos momentos, como un cementerio en noche buena. Nadie hace nada. De pronto, el sonido de otra cajetilla de fósforos con nueva candela aparece, vuelve la esperanza a brillar en el cuarto. Nadie se ha movido de su lugar y las sombras de todos vuelven a formarse alrededor de la madre. Ella mantiene sus ojitos cerrados, cargados de ternura y cubiertos en inadvertidas lágrimas que germinaron en la oscuridad. Arrodillada en sus años quiere pedirle a Dios protección para su hija, para que a su lado regrese y poder así tener una noche santa. Su pelito, blanco y negro como bosque bajo nieve, está recogido en un moño, su voluntad es grande y fuerte pero su cuerpo limitado y cansado le pide recostarse y desistir de las rodillas. Llorando sin remedio se sienta en su cama. Manda a sus niños a dormir, limpia con sus dedos cansados las gotitas de sal, dolor y ternura. Sobre aquél ambiente flotaba su fe en Dios, solo Él faltaba por hacer lo suyo, pensó para ella misma y se recostó en su camita. Hasta que finalmente oye un chirrido en la puerta, y ve la sombra de ella pasar, de puntillas y calmada, como la noche. Mañana. Mañana podrá abrazarla una vez más y mañana le enseñará cómo evitarse esa fajeada que acaba de ganar.
2 comentarios sobre “Ausencia y noche”
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Gracias por el comentario Carlota, si fajeada, lo usamos en Costa Rica, no sé los demás países Latinoamericanos, es cuando a una persona se le golpea con un cinturón, con el que tallamos los pantalones. Los costarricenses le llamamos Faja, de ahí el término fajeada, o bien “agarrar a fajasos” a alguien, jaja, generalmente a los hijos. Un abrazo Carlota.
Hacaria, has desarrollado perfectamente la inquietud que siente una madre cuando una hija adolescente se retrasa en volver. Muy buen texto, pero tengo una duda: “fajeada”. Me parece un americanismo, quizá se corresponda con “regañina”, acláramelo, por favor.
Un saludo.