El tren corre junto al viento. El sol lila las ramas pasajeras de los disidente retamares. el sudor del hombre de las uvas se tiende (bruces/cruces) en cualquier cobijo de vino y de dolor. Yo, de no saberme tiempo sino años desprovistos de historia, fiebre de horas justas, ancla de vigilias en la bahía de la existencia y brillo solidario de mi desconocido origen, deposito mi interrogación.
– ¿Dónde nací? -dicen mis ojos.
– En la frontera del forastero de las fantasías -responden los suyos.
– ¿No habrá sido en la inconclusa línea de los bosques sin mar?.
– Afirmo que naciste en la frontera del forastero de las fantasías.
Episodio. Ella me convierte en episodio. Aventura. Ella me convierte en aventura. Leyenda. Ella me convierte en leyenda. Narración. Ella me ha hecho narración. Sólo permanecen, únicamente intransformables, la presencia de sus ojos hialinos y la ígnea ausencia de mi dolor en este relato donde el episodio no es suceso (sino sístole), la aventura no es acción (sino diástole), la leyenda no es mito (sino nuevamente sístole) y la narración no es cuento (sino mitral)… porque, al final de toda la epopeya, sólo queda el sanguíneo corazón de lo emotivo.
Y queda la fatiga acompañando las bardas del campesino mientras anochece en los cerros altos, en las lomas ocres, en el montón de las pardas casas rústicas (cobijos del descanso penetrante donde declinanl las sombras en los pórticos con silencio de grillos y ruido de amapolas) y en las fuentes gorgoritas de la plaza mayor.
(fragmento número 9 de “La última frontera” de diesel).