Pasé unos días con Don Pepo y su esposa en Villa Carmen, una pequeña vivienda con huerta situada en la aldea de Los Ventorrillos, pedanía perteneciente a Alhama de Murcia. Unos días sencillos pero, por eso mismo, por su sencillez, altamente profundos. Horas enmarcadas en el trasiego del paseo matutino, el almuerzo hogareño y la charla a media tarde. Allí hablábamos él y yo de esos temas tan instrínsecamente propios de la vida misma. Y entre razonamientos pausados y análisis de la sociedad nos embarcábamos en la tarea de beber vino tinto en el porrón.
Fue en una de esas medias tardes cuando le ví llegar. Era un pastor amigo de Don Pepo. Se me presentó como Manolo y comenzamos pronto a charlar sobre temas campesinos de los que él, veterano de los montes y las peñas, me amplió perspectivas muy entrañables sobre la vida del nómada y los rebaños. Caminábamos entre olorosos tomillos, romeros, ajagleas, hinojos y rabogatos. A cada paso Manolo pronunciaba una de esas antiguas y sabias sentencias del hombre que ha vivido siempre bajo el pespunte de lo naturalista; embarcado en el análisis popular de lo que en las ciudades complicamos con filosofías neurotizadas por el estrés.
La filosofía de Manolo, el pastor de Los Ventorrillos, es profundamente demostrativa de que en alma de los pueblos hay una geografía tan humana que posee alma de poeta adscrita al movimiento de lo tangible, a la roca pergeñada de retamas y brezos, al riachuelo de secano que brota entre las hiedras, al sonar de ese cuclillo que a veces se escucha a nuestras espaldas. Y Manolo, escuchador de razones rotundas, comienza a parlotear con una perdiz que está escondida en un recoveco de la ladera por la que caminamos con un centenar de cabras a nuestro alrededor. Manolo imita la voz de la perdiz y la perdiz le contesta con tanta euforia que escuchándoles a ambos se aprende algo muy importante: que la comunicación de las naturalezas animales (incluídas entre estas al hombre puro y sin barniz social) es el primer signo que la Tierra dio de diálogo perfecto. He aprendido mucho de este singular pastor de cabras que me ha hecho recordar a Rosa, una compañera de estudios de la Facultad que se había enamorado tan perdidamente de otro pastor (este granadino y ya hace varias décadas) que terminó por dejar los estudios de periodismo para irse a vivir a una lejana comarca. Así es el encanto de la pura diálisis del diálogo naturalista cunado se convierte en llanamente existencial.
Saludos Diesel:
¡Qué descansada vida la que huye del mundanal ruïdo…! Es impagable el poder vivir estas experiencias que expresas. Se nos va agotando la sensibilidad y la ciudad es todo, menos…lo que deberia ser. Un saludo
Yo tengo un a casita en el campo rodeada de vecinos y algún que otro pastor. Me encanta lo que has escrito porque dibuja en breves líneas algo verdaderamente emocional y contesta a las preguntas que muchas veces me hago sobre el verdadero sentido de la humanidad.