Se va aproximando la hora. Dentro de unos minutos ella aparecerá. Todas las tardes a la misma hora. Entrará por la puerta con aire distraído. Fingiendo indiferencia echará una mirada alrededor mientras con la mano se tocará el pelo y mirará su reloj de pulsera. Buscando alguna cara conocida intercambiará un amable saludo y después con tranquilidad se dirigirá hacia el mismo lugar, como siempre, a la misma mesa. Se quitará el abrigo con cuidado de que las puntas del bajo no arrastren por el suelo. Lo doblará con su ya característica perfección y lo dejará sobre el bolso que ya habrá colocado sobre la silla de al lado. Esperará paciente a que alguno de nosotros se dirija hacia ella para tomarle nota del pedido que va a tomar. En todos estos años lo que más me llama la atención es que nunca perdió la sonrisa. Con las mismas buscará un camarero que no esté ocupado o en el caso contrario esperará tranquilamente. No tiene prisa. Levantará su brazo y con un gracioso gesto de su mano le indicará que desea hacer un pedido. Pedirá un café con leche templadita. Eso sí, siempre por favor, y con una educación con la que se nace. Mientras el camarero vuelve a la barra para llevarle su café, espera con las manos sobre el regazo y se mantiene erguida, distrayéndose mientras mira por el gran ventanal frente al que siempre se sienta para ver cómo pasa la gente.
Ve otras vidas pasar tras el cristal. Como en una película su imaginación crea historias sobre esa gente. Algunas caras ya le son conocidas. Ya conoce sus vidas y sólo se dedica a pensar en ellos con un poco de desidia. No le aportan nada nuevo a su especial sentido de verles. Porque sabe que al igual que los instantes que se viven cada día, cada persona es única. Nada nuevo que no supiera desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, las caras nuevas le eran más entretenidas, eran diferentes. Podía hacer y deshacer a su antojo. Vidas de las que no conocía nada en absoluto le daban todo aquello que su imaginación necesitaba. Cambiar el destino de esas personas de arriba abajo. Y en algunos casos sin saberlo, acertar de pleno en sus cábalas. Y siempre en su imaginación, el cómo hacer para que fueran más felices. Sin saber ni tan siquiera si ya lo eran. Si pudiera hacerles saber a las personas, cuyos rostros lívidos de tristeza que desfilaban ante ella, de su inmensa felicidad. De cómo poder darles algo de lo que a ella le sobraba, no podría ser más feliz aun. Pero no había descubierto el secreto para poder hacerlo. Y se tendría que conformar simplemente con darles un poco de su dicha mirándoles tras el cristal por el que ella les observaba.
Ya con su café delante seguía mirando ensimismada. Apoyaba uno de los brazos sobre la mesa mientras con la otra mano cogía el azucarillo con indiferencia. Rasgaba la parte superior del pequeño sobrecito sin llegar a romperlo del todo, echando su contenido en la taza sujetaba el platillo con la punta de los dedos. El resto del envoltorio lo doblaba en cuantas veces fueran necesarias para depositarlo en el cenicero, encima de la mesa, hasta convertirlo en un pequeño papelillo. Y esperaba.
Removiendo el café con la cucharilla se quedaba mirando las formas que la leche mezclada con el oscuro líquido creaba dentro de aquella pequeña taza. Espacio mínimo en el que se podía crear un mundo de colores según la cantidad de leche que se le fuera añadiendo al café que le servían cada tarde. Tonos claro oscuros sin forma definida y que como queriendo atraparla le hacían perderse en aquel universo de matices sin definir. A cada vuelta de cucharilla un rastro distinto que seguir con la mirada. Entorpeciendo de vez en cuando el seguimiento creado usando el pequeño utensilio a modo de obstáculo y dividiendo en dos caminos distintos el vestigio del original. Hasta que la mezcla quedaba completada y todo aquello pasaba en tan sólo unos segundos. Tal vez le daba tanta importancia a todo, porque sabía que el siguiente café y el tiempo usado en llegar a la mezcla final, fueron totalmente distintos al anterior y lo serían al que le siguiera a éste también
Al cabo de un rato, la expresión de su cara irradiaba felicidad. En ese momento, un tanto nerviosa volvía a buscar a un camarero. Su acompañante había llegado y deseaba que se le atendiera con prontitud. El camarero tomaba nota de nuevo y volvía rápidamente con otro café, éste, solo y con dos azucarillos. Se disculpaba un momentito para acercarse al baño y de allí salía en un periquete, retocándose el pelo y colocándose el cuello de su blusa blanca e impecable. Andaba segura de sí misma desenvolviéndose con ese caminar que sólo las señoras con mayúsculas, saben desarrollar al cabo de tantos años. Sonreía a las personas con las que se cruzaba y amablemente dejó pasar a una jovencita que llevaba de la mano a una niña. Le preguntó el nombre a la pequeña a lo que ésta le contestó con un gesto de reproche. La joven trataba de disculparse, pero ella no le había dado ninguna importancia, por lo que no había de qué disculparse.
Al llegar a su asiento volvió a sonreír en la dirección de su acompañante. Puso sus manos sobre la mesa y durante un segundo cerró los ojos. Movía los dedos lentamente como si pudiera tocar el aire, acariciándolo. Al momento las retiró y cogió un pequeño libro de su bolso. Dejándolo sobre la mesa se lo mostraba a su acompañante. Luego lo volvió a coger y a media voz, casi en un susurro, comenzó a leer por la página que el día anterior había dejado a medias. Así cada día, durante tantos años.
Ya no recuerdo el primer día que la vi. Pero lo que si sé es que jamás faltaba a su cita. Al principio pensé que ella no era normal. Que no pertenecía a este mundo. Que su mente y su cuerpo se debieron de quedar en un tiempo en el que fue tan feliz, que lo recordaba tan fresco y único como se vive cada instante. Tantas tardes como la veía ya se me hizo agradable su presencia. El verla, allí sentada y esperando. Tan amable y educada, como la recordaba. Cualquiera de nosotros estaba dispuesto a atenderla sin en el menor problema aunque la cafetería estuviera llena hasta los topes. Siempre había algún camarero que estaba pendiente de que a ella no le faltara nada.
Pasaba las páginas con un cuidado tremendo de no doblarlas. Cuando hacía una pausa para tomar un sorbo de su café, se limpiaba las puntas de los dedos en la servilleta ya un poco arrugada de tanto como la usaba, para no dejar una sola mancha en ninguna de las páginas. Mientras leía, sonreía. Y de vez en cuando tapaba su boca con la mano para ocultar una pequeña risa. Casi inaudible. En bajito, para que nadie pudiera escucharla y le tomaran por loca. En otras ocasiones las páginas que leía contenían tanta tristeza que podías ver como disimuladamente, aceptaba el pañuelo que le ofrecía su acompañante para limpiarse algunas lágrimas que se le escapaban sin querer. Entonces miraba hacia uno y otro lado, avergonzada por si alguien hubiera notado algo y guardaba el pañuelo en su bolso. Su cara resplandecía cubierta por un rubor de quinceañera completamente enamorada. Volvía a su lectura, golpeándole el pecho el corazón de tanto amor como sentía por aquel con quien decidió compartir el resto de sus días y al que ofrecía dulces miradas. Sin usar palabra alguna podía dedicarle un simple te quiero sin mover los labios. No hacía falta más para entender que se amaban. Aquel desconocido, que tanto lo era para nosotros, era toda su vida. Ellos eran uno. Ninguno de nosotros jamás le preguntó. Siempre se la veía tan feliz cuando se marchaba que no había cabida a preguntarse nada. Por el simple hecho quizás, de que el empezar a preguntar, no conduciría a nada más que a la locura.
Al cabo de un rato ella terminaba su café y entonces pedía un licor de hierbas sin alcohol y con un sólo hielo. Descansaba un momento de su lectura, usando como señal para no olvidar la página en la que leía, un separador de plata en cuya parte superior tenía grabada una pequeña filigrana con la forma de una delicada rosa. Sin duda era algo que apreciaba en alta estima, pues siempre lo llevaba con ella. Continuamente lo usaba en todos y cada uno de los libros que yo la vi llevar consigo. Que en ocasiones al acercarme a otra de las mesas próximas a la suya, pude oír como leía y un escalofrío me recorría de arriba abajo.
Pero un día todo cambió. Ella no vino. Pasaron las horas, todos esperábamos intranquilos ante su tardanza temiéndonos lo peor. Preguntamos a la gente a la que ella saludaba siempre tan atenta y no supieron contestarnos. Nada. No supimos nada de ella hasta una tarde, pasados dos o tres meses, cuando una mujer de unos cuarenta años entró en la cafetería acompañada de una señora mayor. La mujer buscó una mesa cualquiera donde sentarse con su madre y pidieron dos infusiones. Yo mismo les atendí y quedé impresionado cuando al acercarme reconocí en la madre de aquella señora, a nuestra habitual clienta de la que durante tanto tiempo no supimos nada. Quedé mudo sin saber qué decir. Ella me miró, pero su mirada andaba perdida. Sólo sonreía tímidamente, creo que ni tan siquiera me reconoció. Algunos clientes que también la echaron de menos, se percataron de su presencia y se acercaron para saludarla. La mujer daba explicaciones sobre la ausencia de la anciana durante aquellos meses. Y ella no abría la boca, sólo asentía a todo lo que su hija iba diciendo. Según ella tuvo un pequeño accidente y sola como vivía no había forma de que tuviera las atenciones debidas. Así pues, ella se la llevó a su casa durante todo ese tiempo donde poder atenderla. Al hablar la mujer casi parecía que usara un tono un tanto arrogante. Parecía que sin ella su madre no era nadie. Y empezaba a fastidiarle tener que estar tan pendiente de ella. Siempre de aquí para allá, de médicos, consultas, medicinas y yo que sé cuantas cosas más. No me entretuve en escucharla más que lo suficiente para enterarme por la causa de su ausencia.
Mientras tanto la anciana miraba sin ver. Parecía seguir sin conocer a nadie. Estaba ausente. Sufrió una caída que la mantuvo un mes en cama completamente sedada para que los dolores fueran soportables. Después como bien decía su hija la trasladaron a la casa de ésta donde poder “atenderla debidamente”. Se la veía triste, y decidió que sería bueno que la anciana fuera recuperando su vida anterior. Sabía que su madre pasaba horas en aquella cafetería pues ella misma se lo contó. Y una tarde la acompañó hasta allí para ver como era el sitio donde su madre se pasaba las horas muertas. Porque como ella decía tenía demasiado trabajo, y en casa con los hijos y el marido, no paraba. No sabía de donde sacar tiempo para venir a ver a su madre. En fin, el día a día que a todos con más o menos fortuna nos llega.
Mi madre siempre dijo que ella jamás querría ser una carga para sus hijos, pues quedó viuda y su soledad era para con ella, como siempre decía. Así que cuando llegó el momento le propusimos que viviera con nosotros, sus hijos, a lo que ella se negó en rotundo. Buscamos una buena residencia a la que dio el visto bueno. Vendimos su casa y aunque por desgracia sabíamos que era más que suficiente, con el dinero de la venta sufragamos su estancia en la residencia. Murió feliz rodeada de todos los suyos y sin tener que pasar ninguna penuria ni vergüenza.
En un momento en el que me acerqué para retirar las tazas, la anciana me hizo un gesto. Quería decirme algo. Me agaché para poder escucharla y estar a su altura y muy bajito al oído me preguntó por su acompañante. Estaba equivocado cuando pensaba que no recordaba aquel lugar ni a ninguno de nosotros. Y sin dudarlo le dije, que él venía todas las tardes. Se sentaba siempre en la misma mesa y pedía una café solo con dos azucarillos. Ella parecía emocionada y a continuación me dijo: “¿preguntó en algún momento por mí?”. A lo que yo le contesté: “todos y cada uno de los días la esperaba señora”. Entonces sin más, me abrazó. Fue un abrazo falto de fuerza pero lleno de dulzura y cuando volví a ver su cara una lágrima se deslizaba suavemente por aquel rostro curtido por los años. Buscando el camino como lo hace la lluvia cuando fluye por entre la tierra seca. Nunca estuve tan cerca de ella. “Gracias”, me dijo.
Totalmente acongojado recogí las tazas y me marché. Al rato las dos mujeres se disponían a salir cuando ella se giró y levantó su brazo para dedicarme un adiós. Ya no se la veía tan triste. Sonrió de nuevo. Pero lo hizo como solía hacerlo cuando cruzaba la puerta de la cafetería y venía ella sola para reunirse con su amado.
Durante un tiempo, cada dos o tres días, venía acompañada de su hija. Seguía un tanto ausente pero en su mirada empezaba a aparecer aquel brillo que la hacía tan especial. Volvía a sentirse viva. Quería recuperarse cuanto antes para volver allí. Quería recuperar su vida para seguir esperando a su acompañante y pasar horas y horas con él, leyendo sus libros preferidos. Cada día se la notaba en mejores condiciones y más recuperada. Al cabo del poco tiempo ya no necesitaba apoyarse en el brazo de su hija, usando un bastón apropiado para su completa recuperación, ya no hizo falta que le acompañara más. Empezaba a tener su propia independencia. Y su hija también. Y de repente una tarde apareció tal cual la recordaba.
Se la notaba algo inquieta y nerviosa. Como siempre saludó a los conocidos. Se dirigió a su mesa, pues ya era suya ya que nadie se sentaba en ella y todavía no sé por qué. Se quitó el abrigo, lo dobló con cuidado y lo dejó sobre el bolso. Le hizo su pedido a un camarero que como era nuevo no sabía de sus costumbres. Mientras esperaba, miraba por el gran ventanal. Aquel día llovía. Los viandantes se resguardaban de la lluvia bajo sus paraguas. No podía ver sus caras. No sabía quiénes eran. No podría darles nada si no la miraban. Si ella no les miraba a los ojos. El joven camarero llegó con su café con leche templadita, como siempre, porque yo mismo me encargué de ponérselo. Rasgó el envoltorio del azucarillo y después de echarlo sobre el café, comenzó con su ritual de seguir con las dobleces hasta dejarlo en un simple papelillo. Removiéndolo hasta conseguir la mezcla perfecta volvió a perderse en aquel universo sin forma definida.
Y entonces llegó él. Su cara volvió a recuperar ese rubor que tanto la favorecía y llenaba de vida. Llamó al joven camarero y le pidió un café solo con dos azucarillos. El pobre, no sabiendo de sus costumbres le dijo, si es que el café con leche que le había llevado no era de su agrado. Ella le miró. “Quiero un café solo con dos azucarillos, por favor. ¿Sería tan amable de traérmelo? gracias”. El joven se extrañó ante la insistencia de la mujer. Sin más que decir se acercó a la barra y me pidió otro café para la anciana que se sentaba ante la cristalera. Lo hizo burlándose de aquella chiflada que ya tenía un café con leche y pedía otro sin tan siquiera haber probado el que ya le había llevado. Con mucha paciencia le conté la historia de aquella mujer. Entonces comprendió.
Ella seguía esperando, más que de costumbre. Hubo algo en el tono que aquel joven usó que la había disgustado. No sabía el qué. Pero la desconcertaba. Empezó a ponerse nerviosa. Quiso sacar el libro que guardaba en su bolso, el último que llevó el día que ya no vino más, para dejarlo sobre la mesa. Entonces sin querer, volcó su taza y el líquido quedó desparramado por toda la mesa. Faltó poco para que ella dejara el libro allí, cuando se dio cuenta del fatal suceso. Se echó hacia atrás con su silla poniéndose en pie y cayendo el asiento al suelo. Se desencadenaron una serie de hechos que a punto estuvieron de hacerle perder los nervios. Todo ocurrió muy rápido y al instante salí de detrás del mostrador para ayudarla.
Ella se quedó quieta. No movía un solo músculo y apretaba contra el pecho su preciado libro. Limpié la mesa, coloqué la silla en su sitio y ella volvió a sentarse sin que nadie le dijera nada. Me dio las gracias sin mirarme. Volví a llevarle un café con leche templadita y otro café solo con dos azucarillos. Y todo volvió a ser como era. Cuando pidió su licor se dirigió al joven camarero para que fuera él quien se lo llevara. Al llegar retiró su taza ya vacía dejando el otro café sobre la mesa. Ella le miró y le dio las gracias, pidiéndole disculpas si con su comportamiento en algo le hubiera perjudicado. El un tanto avergonzado bajó la mirada y le rogó que fuera ella quien aceptara sus disculpas, pues era su primer día de trabajo y no conocía el trato con la clientela.
Así pues, pasó otra tarde más entre nosotros. La vimos otras tantas volver a entrar por aquella puerta para sentarse siempre en el mismo sitio. Para llevar a cabo el ritual que la mantenía con vida. Imaginarse la llegada del hombre al que amó, y al que sólo ella veía. Nos acostumbramos tanto a él que casi podíamos notar su presencia. Con la diferencia de que ellos podían tocarse, podían sentirse y seguían amándose.
El mismo día en el que supimos que ella ya no vendría más, alguien nos hizo llegar todos los libros que día tras día le leía a su amado en voz bajita. Y en el lugar que ocupara la mesa que tantas tardes compartieron, hice colocar una librería de fuerte roble donde darle existencia a aquellos libros de frente a la cristalera. Aquel rincón se convirtió en un espacio de tranquilidad donde se siguen leyendo las más bellas páginas escritas, para quienes nunca dejaron de creer en los sueños. En la madera del fuerte roble se labraron cientos de pequeñas rosas.
Un comentario sobre “SOBRE UN MOMENTO”
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Para mí, que me encanta tomar café con leche en una cafetería mientras leo un libro me ha resultado un cuento delicioso. Además me ha traído a la memoria innumerables escenas de cafés que a lo largo de mi vida he podido resumir en una pequeña novela que quizás algún día pudiera publicar. Me llenó de emoción tu cuento por la gran cantidad de humana sensorialidad que contiene. Un saludo cordial Los cafés-libros son una adicción para mí y este cuento representa parte importante de la misma.