Llegó el esperado día del cambio.
El nuevo comedor, además de ser mucho más grande ya que mediría sobre unos trescientos metros, incorporaba mesas y sillas como novedad. ¡Por fin podríamos comer sentados como personas!
El dormitorio se componía de dos salas de doscientos metros cada una. Las camas estaban alineadas en filas, con mejores colchones que las anteriores y, además, sus correspondientes sábanas.
En los aseos y duchas también hubo algunas mejoras, aunque seguiríamos duchándonos sin jabón y sin agua caliente para asearnos como Dios manda.
Pero lo más positivo de aquel cambio fue que en este nuevo centro fuimos escolarizados. Nos dieron la oportunidad de poder aprender a leer y a escribir. El aula se componía de una gran sala con sus correspondientes mesas y pupitres. Allí nos podrían dar las clases y hacer nuestros deberes sin el menor problema.
Al fondo de esta sala había una gran puerta que abrían todos los Domingos y días festivos y que dejaba al descubierto una capilla con un niño Jesús en el altar. Así, de esta manera tan práctica, toda la clase se convertía en una Iglesia donde solíamos oír Misa sin necesidad de desplazarnos a la vieja iglesia.
Debido a esto perdí todo contacto con mis hermanas, a pesar de que la distancia que nos separaba era muy corta, pues ellas seguían yendo a la vieja iglesia.
La alimentación no mejoró nada, pero al menos podíamos ver a nuestros familiares una hora cada quince días.
No todos los niños tenían esa oportunidad, ya que un sesenta por ciento eran niños de la calle abandonados a su suerte, sin un calor familiar que le sirviera de apoyo. Muchos de ellos habían perdido a sus padres en la guerra.
La disciplina seguía siendo igual de estricta y por muy poco motivo te castigaban sin visita, así que siempre intentábamos comportarnos lo mejor posible.
Otro de los castigos que solían imponernos era la privación de lo más elemental para la subsistencia, la comida. Este castigo lo solían aplicar de la manera más degradante y más cruel. Te ponían de rodillas mirando hacia tus compañeros para que pudieras ver como ellos comían, mientras tú mirabas, y así alargar más tu sufrimiento.
Uno de los castigos que más llegué a temer en aquel centro era el famoso cuarto oscuro, como lo definíamos los niños, o calabozo. Afortunadamente para mí yo no llegué a experimentar el horror de aquel castigo, pero sí que pude ser testigo de las caras de angustia de aquellos pobres niños que tuvieron la mala fortuna de visitarlo.
Cuando algún niño había cometido alguna falta y no sabían con certeza el que había sido, nos formaban a todos en fila y gritando con voz alta pedían al culpable que saliera de la fila y diera un paso al frente prometiéndole que si salía no le pasaría nada. Si el niño no salía reconociendo su falta, nos aplicaban a todos su ley, pagando justos por pecadores. El castigo consistía en ir pasando por la fila dando a cada uno de los niños dos guantazos a ambos lados de la cara. Pero dos guantazos bien pegados, tanto como para dejarte por un momento sordo y perder el sentido de la orientación. Por lo tanto cuando sentías el llanto del que ya había recibido el castigo, pensabas en que pronto te iba a tocar a ti y antes de que llegara a tu altura el maltratador, el miedo y el nerviosismo hacía que algunos niños se llegaran a orinar encima.
Sin duda una de las mejoras que a mí más me beneficiaron fue la oportunidad de poder ver a mi madre una hora cada quince días. El tiempo se me hacía eterno y contaba los días que faltaban para su visita.
El niño que tenía la desgracia de ser castigado, debía cumplir y no había vuelta atrás. Cuando llegaban los familiares se les decía que su hijo estaba castigado y por más que rogaran los padres, los maltratadores no cedían, se tenían que ir sin la oportunidad de darle un beso a su hijo. Aunque, eso sí, recogían el paquete de comida para entregar parte del mismo al destinatario.
Y digo parte porque todos los paquetes que llegaban para los niños que tenían familia eran requisados por nuestros cuidadores y una parte era entregada a los niños que no tenían esa suerte. Mi madre era una de las que traían los paquetes más grandes, pues sin querer desprestigiar a ninguna de las madre, ella para sus hijos era única y si no estábamos a su lado era porque las circunstancias de aquélla época se lo impedían.
Yo siempre le pedí a mi madre que hiciera lo posible y lo imposible por sacarme de aquella cárcel de castigo, porque para mí era solamente eso, una cárcel de castigo para niños cuyo único delito era el desamparo y el no tener un techo para resguardarse del frío, ni un pedazo de pan que llevarse a la boca. Y aunque ella me consolaba y me decía que pronto saldría de allí, yo no veía por ninguna parte el día de mi libertad.
Yo ignoraba los medios de subsistencia que tenia mi madre para poder mandarme aquellos enormes paquetes y seguir adelante, y nunca se lo pregunté. Para mí lo importante era el buen paquete de comida que me traía y que mejoraba en gran medida mi alimentación en aquel albergue.
Otra de las mejoras que debo destacar es que aumentaron la plantilla de cuidadores, pues además del “señor Ramón” y el “señor Valentín” nos pusieron dos profesores mucho más jóvenes, cuyos nombres no logro recordar, y que tenían una mentalidad más abierta y eran más tolerantes en cuanto a la disciplina.
Cuando empezaron las lecciones a mí no me costó mucho aprender a leer. Para poder hacer la primera comunión tuvimos que aprendernos todo el catecismo, nos examinaron y no todos aprobaron. Yo además de estudiármelo bien creo que tuve suerte e incluso me felicitaron. Los aprobados haríamos la comunión ese mismo año y los no-aprobados tendrían que esperar hasta el año siguiente.
Acordaron que la comunión la haríamos en la vieja iglesia, de la que yo tenía tantos recuerdos. Me alegré mucho pensando que tendría ocasión de poder ver a mis hermanas, ya que hacía mucho tiempo que no las veía.
Nos compraron unos pantalones azules y una camisa blanca y nos hizo mucha ilusión ya que aquella ropa era una novedad para nosotros.
Llegado el día nos dirigimos a la iglesia, formados y entonando canciones religiosas. A mitad del trayecto la casualidad quiso que pasara por allí mi hermana María Dolores que se dirigía a llevar ropa a la lavandería. Al verme se paró dejando por un momento la ropa en el suelo y dirigiéndose a nuestro cuidador le pidió permiso para darme un beso.
Este hombre, que era uno de los cuidadores nuevos allí, no solamente le dio permiso sino que nos mandó hacer un alto interrumpiendo el cántico y permitió a mi hermana que pudiera darme el beso. Según él, aquel día era un día muy señalado para nosotros y todo estaba permitido.
Aparte de mi hermana María Dolores no tuve oportunidad de poder ver a mis otras dos hermanas por lo que la alegría que me inundaba aquel día tan especial, el de mi primera comunión, se convirtió en tristeza y decepción.
La misa estuvo dedicada íntegramente a nosotros, así que después de hacer la comunión nos dirigimos de nuevo a la residencia, donde nos esperaba un desayuno extra nunca visto allí. Se componía de unos churros, bollos y una taza grande de chocolate fundido.
Entre el estupendo desayuno, el paseo hasta la vieja iglesia, que aunque corto, me hizo sentir un poco más libre, y el recibir la primera comunión me llenó de alegría y rompió un poco la pesada monotonía que nos tenía sometidos.
Lo negativo fue que mientras nosotros desayunábamos a lo grande nuestros compañeros tendrían que conformarse con el tradicional chocolate de algarroba. Ellos deberían esperar un año más, suponiendo que aprobaran el catecismo.
Más tarde nos recogieron aquellos pantalones y aquella camisa que tanta ilusión nos habían hecho. Esta ropa tenía que servir para los niños que no habían aprobado el catecismo y quedaron pendientes para el año siguiente.
La mejor memoria histórica que he leído. Historia viva y verdadera. Caliente historia. historia real, lejos de las asepsias de los frios y gélidos historiadores universitarios. Tu historia es la verdadera historia de la memoria de la postguerra española. Un abrazo cordial.