Llegábamos a aquel pueblo, siempre en verano y siempre en domingo, en dos o tres autocares llenos hasta los topes porque todos los pescadores de la Peña aprovechaban para llevar a sus familias.
Parada en el pueblo antes de seguir hacia las Lagunillas, coto de pesca, que era el destino final. Siempre muy temprano, mis primas y yo salíamos deprisa para comprar el pan, una hogaza de pueblo como no se consumía en la ciudad. Era la única tienda abierta. Una rápida visita a la iglesia, un padrenuestro rezado aprisa porque no íbamos a poder escuchar misa, el autocar no esperaba. Una iglesia como dormida que, al igual que el pueblo, aún no había despertado.
Mañanas al borde del agua, donde los pescadores estaban ya preparando sus cañas y sedales, donde se sacaban de sus envoltorios las lombrices que servirían de cebo vivo para los pobres peces que no sabían la que les esperaba. El olor especial que tenían las Lagunillas, no a agua estancada sino a profundidad misteriosa, verde y callada.
Íbamos a las huertas vecinas a comprar tomates, pimientos, cebollas, para hacer ensalada. Nos daban una cantidad inmensa por poquísimo dinero, sobraba para luego llevárselo a casa.
Luego, cuando el sol ya apretaba, mis primas y yo nos íbamos a buscar el río para bañarnos. Un río poco profundo, donde nos remojábamos sin peligro alguno, con un agua muy limpia, para después secarnos al sol sobre la hierba.
La paella, la siesta, la caída de la tarde, que marcaba el regreso a la ciudad. Carretera comarcal poco transitada, muy oscura, con los árboles adivinados según se pasaba, hasta salir a la general. Y al llegar, a casa y a dormir enseguida, que al día siguiente había cole.
Qué bonita infancia. Que bonito recordar…