Traigo las alas rotas.
De mi vuelo, tan solo queda
un invisible surco en el cielo.
La memoria de algunas nubes
que se han disuelto.
Vagos trazos
de óleos antiguos
sin retocar.
Mi territorio
ha quedado desprotegido.
Ya no sobrevuelo el nido.
No divido a los vientos,
ni acaricio el sol;
(único elixir en mi soledad).
Tampoco soy parte del paisaje.
De mi encendido plumaje,
ha de verse
una oscura mancha
sobre la hierba.
Ni siquiera muerta.
No sirvo de alimento.
Todavía soy sustento
de insectos ansiosos
por mis huesos.
Los ojos de aquel hombre
que se deleitaban
en mi por la mañana,
simplemente se refrescan
en otras vidas.
Mi ausencia pasa desapercibida
en su dolor.
Quien piensa en la muerte,
es consciente de la vida.
Es su piedad extendida,
mi última esperanza.
Mi visión se empaña.
Un centenar de rosas
perfuman mi aliento.
Ave que se entrega al temor.
Ha sanado mis heridas.
Hemos procreado confianza.
Mi canto se vuelve
alegría en su alma.
Mi vuelo, su ilusión.
Soy Avelibre entre sus manos.
Sus ojos,
mi corazón.
En realidad me pregunto si quien piensa en la muerte está consciente de la vida.