En Euskadi se puede escribir un cuento romántico en tono de humor ácido, con actores de la vida pública y un final feliz.
Érase una vez un pueblo pequeño de verdes bosques, minerales rojos, blancas nubes y mar azul, donde refulgía el Guggenheim Museoa. Nuestros personajes vivían por allí. Ella, aquella doncella bella y heredera de las estrellas de la querella, le quería apasionadamente a él. Ella había visto esfumarse a sus dos anteriores consortes, huidos a Georgetown y a… (¿dónde se fue Oreja?). Así que, siendo ella de la tribu de los Capuletos, concentraba ahora todo su amor sobre aquel nuevo novio potencial, de la tribu de los Montescos. Pero él, un poco tontorrón e incapaz de expresar sus confusos sentimientos, se avergonzaba de la insistente embelesada que le acuciaba. Escondía sus sueños libidinosos con otra, la que no le convenía… según María (pero sí según Maragall). La otra, la deseada por Patxi y Pasqual, era la poderosa siamesa asimétrica llamada Coalición, que ya había elegido a su pareja: el cuarto galán, txikitito pero resultón.
Ella, la desdichada facha trasnochada de moderno atuendo, era locuaz y vivaracha, justo lo que necesitaba –en su opinión- el anodino de su querido Patxi. Pero su amado perseguía un sueño imposible, que le correspondiese a su galanteo la Musa del lugar, la reelegida una y otra vez por el Parnaso de los Dioses, quien desdeñosamente en su autosuficiente hermafroditismo (erotismo del ascetismo) prefería distraerse con el transversal gnomo civilizado, un complaciente bufón de alma siniestra (sólo por lo de izquierda) que gestionaba la vivienda. Todo aquel paraíso vivía una existencia cíclica, y decían que parecía una colmena de miel repleta, sobreviviendo a todos la abeja reina que periódicamente era fecundada por alguno de los muchos y lánguidos zánganos que siempre la cortejaban.
Aquella era la historia oficial, la que contaban los cronistas de la ínsula. Pero, según los bloggers, había una bruja malvada que rondaba la felicidad de los cuatro desencontrados. La hechicera, que se encubría con nombres diversos aún manteniendo su diabólico aspecto de arpía desgreñada, había lanzado un conjuro maligno: Nadie sería dichoso, mientras la despeinada fuese apartada del último banquete de la primavera.
Cuando la tragedia escrita parecía, un rayo de luz cayó sobre lo más tenebroso del bosque, aún salvaje pero que no se había teñido de sangre desde el 30 de mayo de 2003. Entonces, un rutilante día de abril de 2005 (¿por qué no ya mismo?), un milagro (un Gerry Otegi madurado a lo Deus ex machina) sucedió casi en el último momento preelectoral: Estalló la paz. Y todos y todas, incorrecto gramaticalmente pero políticamente correcto según el comandante JuanJo Spock, con-vivieron felices,… y se con-comieron las perdices (pájaros de mal agüero).