Café solo

Ella ya estaría esperándome con la taza de café por la mitad. Le había informado mediante un escueto mensaje al móvil acerca de mi evidente retraso, ya que el tráfico era intenso incluso a esa hora, las seis de la tarde, y le animé a que empezara sin mí. Llevaba más de quince minutos ante un semáforo, había un atasco de mil demonios. Pero aunque ya llegaba tarde a la cita, no sentía aún los síntomas habituales que me produce la impuntualidad y, más que ninguna, la mía propia. Ante el desorden, la apatía, el aburrimiento, la falta de carácter de algunas personas, y demás cosas que a cualquiera pueden sacar de quicio, yo no mostraba gran nerviosismo, me mostraba bastante condescendiente. En cambio, el más mínimo atisbo de llegar tarde a una cita o de tener que quedarme esperando, generaba en mí un inevitable sentimiento de ansiedad e impotencia que me superaba. Ante aquel semáforo, sin embargo, e inmerso en un océano de estridentes toques de claxon, aún lograba mantener mi serenidad.

Al fin, el autobús urbano en que me hallaba, logró avanzar hasta la parada siguiente. De todas formas, aún quedaba bastante para llegar, así que me puse a repasar en mi cabeza, una por una, todas las cosas que tenía que contarle, había pasado tanto tiempo desde la última vez.
Mi orgullo, a pesar de todo, se empeñaba en ocultarme el verdadero motivo de mis ganas de verla de nuevo. Quería demostrarle que había conseguido olvidarla para siempre. Que había roto sin ningún problema aquella promesa que me hice de amarla eternamente, sé que esto le iba a alegrar, después de todo fue ella la que empezó lo que acabó con todo lo que tuvimos algún día. Pero eso sólo era lo más liviano. Mi verdadero motivo era la pregunta que no dejaba de darme vueltas desde hacía un par de meses y a la que no lograba dar respuesta. Quizá la pregunta fuera un poco ridícula, pero no me dejaba tranquilo y la única posibilidad de obtener lo que necesitaba, era ella, seguro que ella lo sabía y me sacaba de dudas. Quizá por eso la llamé, teníamos que quedar.
Ella se llamaba Maya, su madre le puso ese nombre porque significaba “ilusión”, la ilusión que le hizo tenerla por hija. La ilusión que me hizo conocerla, le dije una vez, y sonrió. La conozco tan bien que me da miedo a veces… después de todo compartimos demasiados cafés, demasiadas películas, demasiados besos, demasiado de todo. Siempre todo fue demasiado entre nosotros. Demasiado poco.
La conozco muy bien. Tal vez por eso, sabía que no iba a contestarme. Pero yo se lo dije, le dije que necesitaba verla, que lo hiciera por mí, ya no esperaba nada, sólo quería darle una buena noticia. Sabía de memoria cada gesto, cada expresión facial que podía estar poniendo en ese momento. Lo sabía. Y por eso sabía tan bien que no iba a relevar su curiosidad a mi entusiasmo, siempre fue ambiciosa y no podía dejar pasar una oportunidad, aunque fuera pequeña, de aclarar los asuntos inconexos en su vida, así que oí una aceptación lejana y sólo eso me bastó. Le dije una hora y un lugar. Y aquí estaba yo, llegando tarde a esa única cita y sin perder los nervios, dándole vueltas al coco en un viejo autobús.
Pasé por muchos de los sitios por los que derramamos nuestra felicidad. Descubrí en una esquina el rastro de unos besos imborrables,… aún sentía el frío glacial que aguantamos abrazados en el banco de la alameda cuando lo reconocí, vacío y más viejo, ante mis ojos más adultos… y, allá más lejos, al lado del escalón de la farmacia, nuestras iniciales y un número, el 3, por los años que pasamos juntos, rayados con la llave de su portal, en blanco sobre el fondo azul de la fachada. Sólo porque fue allí donde empezamos a decir la verdad y a mirarnos a los ojos. 27 de julio de 1989, nunca lo olvidaré. Nos costó tanto ser sinceros, ojalá hubiéramos descubierto antes ese regalo mutuo. Allí y ese mismo día, terminamos de morir. Precioso día. Ahí nos dimos cuenta de que por fin íbamos a empezar a vivir y nos miramos con más amor que nunca.

Tú siempre eras tan segura. Quizá yo también lo era, pero a tu lado parecía un inconstante, un simple seguidor de impulsos. Más bien un perseguidor de deseos que se esfumaban y me dejaban vacío de repente, como un espíritu que se apoderase de mi cuerpo por momentos. Pero cuando esos momentos se iban, cuando yo me sentía yo y tú te sentías abrazada por un extraño, entonces me daba cuenta de que quizá no nos estábamos mirando. Y supe que tú estabas enamorada de otro. Del otro que se apoderaba de mí en esos momentos. De mi deseo, pero no de mí. Yo me di cuenta pronto, pero demasiado tarde.
A mi deseo cada vez le costaba más trabajo entrar en mí y yo no se lo permitía, porque yo te quería abrazar. Yo quería besarte “yo”, y no dejar que él te besara, invadiendo mis verdaderas ganas de estar contigo. Llegué a experimentar incluso celos. Más que de él, de mi incapacidad para ser yo y ser él al mismo tiempo. De no saber cómo interiorizar esos impulsos que salían de mí sin control alguno y hacerlos plenamente míos. Llenarlos de mí. Quizá fue un vago intento de lo imposible. Sólo quería entregarme, hacernos uno, pero fue demasiado difícil y desistí pronto.
Cada vez tenía menos ganas de besarte, ya siempre empezabas tú y entonces le despertabas a él, pero acababas conmigo. Y por eso me marchaba sin darte explicaciones. “Ése no soy yo” te decía, “no te estaba besando yo, ¿no te das cuenta?”. Y tus ojos me miraban sin comprender, tus cejas extrañadas, y entonces llorabas tanto que yo tenía que salir corriendo para no caerme allí.
Me conformaba con los pequeños momentos en los que yo era yo, aunque ya no sintiera nada, pero tú no lo comprendías. Tú siempre estabas tan segura de todo. Y yo también estaba seguro. De lo que te intentaba decir estaba muy seguro, pero a tu lado sólo me salían palabras que no tenían nada que ver con lo que realmente quería decirte. A tu lado. Ése era el problema, y ahora lo tengo más claro que nunca. Yo siempre estuve a tu lado, nunca estuve en ti ni contigo, sólo a tu lado. Y tú te conformabas con eso, porque tú eras capaz de adivinarme, de leer en mis ojos. Tú eras capaz de ser yo por momentos. Pero yo ni siquiera lograba eso, ni siquiera conseguía ser yo a veces.

Lo que más me costó superar fueron las noches. Por las noches se es capaz de sentir y decir miles de cosas que pueden parecer ridículas a la luz del día. Es el momento del día más parecido al hecho de estar borracho. Cuando llegaba la noche a mi cuarto, a mi mente,… yo era capaz de verla como la persona que siempre había soñado para mí, la mujer con la que quería compartir mi vida, mis secretos.
Deseaba poseerla, tenerla, más que ninguna otra cosa.
Una noche incluso, llegué a escribirle una carta con todo lo que sentía, y que por el día y frente a ella me era imposible decirle. Descubrí que por las noches yo conseguía ser “él”, mi deseo. Y lo interiorizaba tanto, que me creía realmente lo que pensaba. Pero al día siguiente cuando leí la carta me pareció increíble que yo la hubiera escrito, era simple y cursi. La rompí.
Me quedaba dormido pensando que ella dormía a mi lado. Abrazaba la almohada, intentando ocupar con ella el hueco de su cuerpo, el vacío que sentía, las dimensiones y el perfil exactos que me harían ser la persona más dichosa del mundo en ese instante insoportable y fugaz del insomnio.
Por las noches era ca
paz de salir a mi balcón y gritar su nombre a las estrellas, las expectantes estrellas que siempre todo lo ven. Y me enamoraba tanto de ella, que a veces sentía que ella también estaba pensando en mí en ese mismo instante. Que también salía a su balcón y, aunque no gritara mi nombre a las estrellas (como yo realmente tampoco hacía, sólo imaginaba), se quedaba fuera, con el pretexto innecesario para su conciencia de tomar un poco el aire para lograr conciliar el sueño. El sueño que se escapaba de sus manos con sólo pensar en la minúscula pero irresistible posibilidad de que yo estuviera, en ese mismo instante, intentando dejar de pensar en ella. Intentando conciliar el sueño abrazado a Maya-almohada.

Hubo buenos momentos, no lo dudo, tú tampoco lo dudas, lo sé. Hubo muchas cosas, demasiadas, que no se pueden olvidar.
Pero pronto me di cuenta de que no podíamos estar juntos, porque yo realmente no estaba enamorado de ti, sino de tu ausencia. Cuando no estaba contigo me sentía tan enamorado que era capaz de cualquier cosa. En cambio contigo sólo era capaz de sonreír en los breves ratos en que todo parecía encajar entre nosotros, y que pasaban tan deprisa que apenas los advertíamos.
Necesitaba, cada día más, no estar contigo, echarte de menos y comprobar que nunca podría darte todo ese amor que se encerraba en mí cuando te ibas y que me hacía destrozarme de dolor y locura.
Mi objeto de deseo era tu recuerdo. Cuando te recordaba tumbado en mi cama me sentía un hombre feliz. No quería romper con eso. Y antes de volverme un obseso decidí, yo también, que tenías razón.
Recuerdo cuando me dijiste que creías haber encontrado lo que andabas buscando desde siempre y yo te dije que no te conformaras con tan poco, que yo sólo era un principio de algo que ibas a descubrir pronto. Y la bofetada que me diste en plena calle. Y tu pelo despeinado y ondeando hacia atrás al correr lejos de quien te acababa de estropear la sorpresa. Con aquél paquete entre mis manos comprendí que, cuando dijiste que por fin lo habías encontrado, no te referías a mí, sino al libro que acababas de terminar, y me lo traías de regalo por nuestro aniversario. Pero yo fui tan cerrado siempre. Tan egoísta.
Encerrado en nuestro problema. Más bien en tu problema por olvidarme, porque yo sabía que mi problema era más difícil y complicado, por eso quería que te alejaras de mí. Hacía tiempo que sabía que tú no eras para mí.
Pero tú te empeñabas en que todo era una mala racha y como tal, pasaría.
Fui corriendo detrás de ti con el libro bien apretado contra el pecho. Y te alcancé. No sé cómo, te convencí para que acabáramos dándonos aquel beso tan verdadero. Allí creí renacer en la lenta muerte que ya había empezado a batir las alas en torno a nosotros. Aquella noche sentí que alcanzaba lo que pretendía desde hacía tanto tiempo. Y te besé de una forma más sincera que nunca. Justo entonces, supe que todo se iba a acabar. Tú también lo supiste. Era como un golpe de gracia lo que llenaba entonces nuestras explicaciones. De pronto nos dijimos todo a la cara y todo parecía evidente frente a aquella farmacia azul.

Acabo de llegar a la parada de la cafetería donde hemos quedado. Apenas puedo creer que sea verdad que nos vamos a encontrar después de tantos años. Tu recuerdo me siguió alimentando las noches que siguieron a la del 27 de julio. Tuve que esconder mi almohada y aprender a dormir sin ella. Los regalos que me hiciste duermen para siempre en un cajón de madera en mi garaje. Los regalos que te hice los imagino muy lejos de tu vista… demasiado lejos de lo que soy ahora como para recordarlos. Nuestros besos se han convertido en los tuyos, y sólo me asaltan a veces cuando beso a alguna, cuando recorro sitios compartidos, cuando me siento solo, cuando me apetece recordarlos.
Estoy ante la puerta del café, supongo que habrás elegido la mesa de la ventana; te gustaba mirar a la calle mientras yo te hablaba, imaginarte todo lo que te iba contando de mi día mirando a la gente que pasaba por la acera, a los coches, a los árboles, al cielo… y luego a mí. Y recuerdo que me sonreías y yo sabía que me habías estado escuchando atentamente, porque me hacías preguntas que quebraban todas mis respuestas.
La mesa está aquí, igual que siempre, pero no te veo, no estás. Ni siquiera has estado, según el camarero. Una chica sola y tan atractiva no suele pasar desapercibida ante un camarero joven, así que le creo. Pido un café solo, sin azúcar, no tengo ganas de endulzar mi desazón. Supongo que no viniste, no quiero explicaciones. Luego te mandaré otro mensaje para pedirte que no faltes mañana, que esta vez llegaré a la hora. El café me da la razón en mi sensación de vacío.
De vuelta a casa me bajo unas paradas antes para ir caminando, para tomar el fresco, sí, supongo que para dejar de pensar en ti. Paso por aquel escalón de la farmacia donde una noche, un 27 de julio, grabamos nuestras iniciales en la pared y un número, el de los años que pasamos juntos. MP3. Queda gracioso, me di cuenta poco después. Es como una canción. Aquella canción. Mi gran pregunta. Tengo que hacerte esa pregunta. ¿Te acuerdas de aquella canción que siempre cantabas? Esa de que entre el cielo y el suelo había algo. Esa de alguien que no conseguía hacer algo, que le costaba mucho trabajo hacer algo… ¿qué era? Sé que tú te acuerdas. Mañana te lo preguntaré. No faltes a la cita, seré puntual.

4 comentarios sobre “Café solo”

  1. ¡Qué complicados somos los seres humanos! Y digo somos, ¿eh?
    Todo lo que dices podría suscribirlo yo en nombre de un amigo mío… jajajaja.

    Muy interesante, ha mantenido el interés hasta el último momento.

    Esto… ¿estás seguro de llamarte Edu?
    Saludos.

  2. Me encantó tu relato Edu. Tan original y a la vez tan humano contando cosas que pasan porque son veraces, cosas que ocurren porque son las nuestras, las de todas nuestras vidas… me hizo recordar momentos y como dice Carlota los hombres somos seres de esa manera. Muchos creen que los varones no somos sensibles poetas de los recuerdos. Que equivocados están. Y ellas, Edu, ellas… ellas están reflejadas profundamente en esos lugares donde hemos dejado grabadas señales con la punta de una navaja. Bueno, Edu… me alegró un montón que vuelvas a escribir en Vorem con un relato tan emotivo para seres que pululamos en la vida llegando tarde a citas que no son citas sino otras cosas rememoradas en nuestros besos colgados bajo la luna. UN ABRAZO.

  3. !Hombre! !Que manera! Demasiado bueno, muy humano la verdad. Triste realidad combinada con cortos momentos que me sacaron una sonrisa, sin perder la seriedad claro, exquisita narración y sentido existencial, muy buen paquete de literatura. Espero, todo suceda bien en nombre de ese 27 de julio. Un gran saludo

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