La Vuelta de Mi Madre
Y la Muerte de Mi Padre.1940
Un día que nos encontrábamos almorzando en la casa del abuelo fuimos interrumpidos por la visita de una mujer toda vestida de negro.
Esta mujer, como más tarde sabría era mi madre, quien al verme muy escurridizo respecto a ella se dirigió hacia mí con la intención de darme un beso, pero ya no la reconocía y huí de ella refugiándome en las faldas de mi abuela, ya que la separación entre ambos dio lugar a que creyera que ésta era mi madre.
Como ya he comentado en la página anterior, una vez que regresó mi madre no tardó mucho tiempo en nacer mi hermano Domingo y pocos días después recibimos el fatídico telegrama que nos comunicaba el fallecimiento de mi padre y su enterramiento en una fosa común, (¡Dios sabe dónde!), por lo que nunca tuvimos la oportunidad de llevarle ni un ramo de flores.
Pienso que las lágrimas derramadas no fueron estériles y sirvieron para regar y fortalecer nuestra esperanza y no hundirnos en nuestra desesperación. Aprendimos que no importan las penas porque pasan, todo pasa, y el sol siempre vuelve a brillar, aunque hay momentos en que sentimos que todo va mal, que nuestras vidas se hunden en un abismo tan profundo que no alcanzamos ver ni un pequeño resquicio por donde salir adelante.
En esos momentos de desesperación lo mejor que podemos hacer es tomar nuestro coraje, nuestros sentimientos y nuestras fuerzas y luchar para salir adelante, pues bien vale la pena volver a sonreír.
Ante la negativa del abuelo a vender un trozo de su tierra para pagar las deudas contraídas, mi madre se vio obligada a mal vender parte de su herencia, quedándose en la más completa ruina y sin ningún recurso económico para poder dar de comer a sus hijos, con la agravante de tener que dejar la tierra que mi padre tenía arrendada y que en vida de mi padre nos sacó de tantos apuros.
El último recurso que nos quedaba era irnos a vivir a la vieja casa heredada del abuelo. De esta manera sembraríamos algún cereal en el trozo de tierra que nos tocó en herencia, alternándolo con jornadas por parte de mi madre en fincas ajenas.
Los hermanos mayores, con 12 y 9 años, reforzarían la economía haciendo las faenas de hogar y cuidando de los animales, aunque poco iban a reforzar ya que su salario sería la comida, si es que se podía llamar comida.
Mi hermano y yo de momento nos íbamos a librar ya que a nuestra corta edad nadie nos iba a contratar. No obstante más adelante tiempo me sobraría de pastar rebaños de ovejas, pues en aquellos tiempos de hambruna y de tantos sacrificios, mi madre, a pesar de su fortaleza, se vería impotente para poder alimentar a todos sus hijos.
Aquí mi abuelo nos volvió a demostrar lo miserable que era al negarse a que nos lleváramos las cuatro cabras que de tantos apuros nos sacaron y que, además, eran nuestras. En este caso mi madre supo mantener su firmeza ante la pretensión de mi abuelo, no permitiendo que se saliera con la suya y que se quedara con lo que legalmente nos pertenecía. Ante la postura de mi madre éste cedió de su pretensión.
Nuestra situación económica se fue agravando cada día más, llegando a una situación insostenible para nosotros y en mayor medida para mi madre, ya que además del hambre, padecía el sufrimiento psicológico que una madre soporta cuando hay unos hijos por medio que le piden pan y no se lo puede dar.
Recuerdo que cuando iba a echar jornales en aquellas fincas a la hora que se ponía a comer aprovechaba el menor descuido de sus patrones para guardarse algún trozo de pan y ocultarlo bajo su ropa de trabajo, pues bien sabía ella que cuando regresara a casa se encontraría a unos hijos muy pequeños y hambrientos, esperando que les trajera algún mendrugo de pan para saciar su voraz apetito.
Un día en que mi madre se encontraba desesperada ya que no tenía nada que nos pudiéramos llevar a la boca, sin tan siquiera pensarlo y sin idea del rumbo a seguir, nos dejó a todos durmiendo y salió de madrugada. Al pasar por un colmenar no se lo pensó dos veces y armándose de valor rompió una colmena y se llevó a casa unos cuantos paneles de miel (desde luego con sus correspondientes abejas y no librándose de algún que otro aguijonazo). Su suerte fue que esto lo realizó en temporada de invierno que es cuando las abejas están medio adormecidas por el frío.
En otro día de desesperación, viendo que pudiéramos morir de hambre, salió de noche y al pasar por una casa de campo se metió a un corral, cogió un cordero, lo asfixió poniéndole la mano en la boca para que no pudiera hacer ruido, nos lo llevó a casa y lo despedazó para ir dándonos un poco cada día. Como estos casos podría ir contando muchos y creo que no acabaría.
Fue pasando el tiempo hasta que cumplí los seis años de edad y llegó la ocasión de poder guardar un rebaño de ovejas. Esta fue la primera ocasión y, desgraciadamente para mí, no sería la única.
Mi madre se vio forzada a tener que buscarme este trabajo. Mi salario sería la comida ¡pero que comida! No desearía acordarme de mi sufrimiento corriendo medio descalzo tras las ovejas ya que a mi corta edad no conseguía dominarlas y aunque el rebaño era pequeño, no creo que pasaran de diez o quince, eran las suficientes para que a mis seis años no pudiera con ellas.
No me acuerdo cuanto tiempo estuve allí, ni tan siquiera si fui yo el que me marché o me despidieron “los Amos”, pero daba igual, ya que la situación económica en la que nos desenvolvíamos era caótica y a mi madre no le quedaría más solución que buscarme “otro Amo”. En aquella comarca el asalariado siempre que se refería a su patrón le llamaba “mi Amo.”
Mis hermanas continuaron trabajando en lo que buenamente podían realizar a su corta edad, aunque algunas veces estábamos más en casa de mi madre que trabajando, ya que todos deseábamos estar a su lado y a la menor ocasión que ellas tenían o se despedían del trabajo o daban ocasión para que sus patrones las despidieran. Todo esto era normal ya que todos teníamos mucha sed de madre.
A pesar de todo, con el esfuerzo y la lucha constante de mi madre logramos mejorar un poco nuestra situación económica, lo suficiente para no pasar tanta hambre. Conseguimos tener animales: cabras que nos daban leche, cerdos, gallinas y conejos. Recogíamos también algunos cereales como trigo, cebada, higos y almendras de la tierra heredada del abuelo y, aunque la tierra era de secano y no se podía sacar mucho de ella, mejoramos un poco.
Tampoco esto iba a durar mucho, las cosas cambiarían y no para bien. Sería el principio del mayor sufrimiento para todos: para mi madre, mis hermanos y en mayor medida para mí, ya que era muy pequeño para poder afrontar tantas desgracias que se nos venían encima.