Cicatrices del alma. C. 4. Nuestro Viaje a Valencia. 1942

El motivo de este cambio tan negativo y tan drástico para nosotros, nos lo causó un malvado sin corazón y sin escrúpulos que vino de no sé qué lugar y supo convencer a mi madre para unirse a ella en pareja.

Este mal nacido, aprovechándose de la ignorancia de mi madre y de su buena fe, la engañó miserablemente prometiéndole felicidad y un bienestar para todos nosotros si se unía a él en pareja. La presionó para que vendiera todo cuanto tenía, pues según él ya no nos haría falta, nos iríamos a vivir a Valencia. Allí disponía de una casa y podríamos vivir juntos holgadamente ya que su situación económica se lo permitía.

Mi madre creyendo ver una puerta abierta con las promesas de este mal nacido no dudó en hacerle caso y desoyendo los consejos de la familia y vecinos vendió todos los animales y enseres (mesas, sillas… etc) y demás utensilios que no nos podíamos llevar.

La tierra y casa no se vendió, ya que según lo escriturado seguía perteneciendo al abuelo ¡y menos mal! porque lo hubiésemos perdido todo.

Nos preparamos para el viaje. Mi abuela materna pidió a mi madre que dejara a mi hermano con ella, ya que lo consideraba demasiado pequeño para realizar aquel viaje y al mismo tiempo le haría compañía para que no se sintiera tan sola.

Sinceramente creo que acertamos y se hizo lo correcto ya que a su corta edad él no habría sobrevivido a tantas desgracias que estaban todavía por llegar.

Mi tío Mariano, hermano de mi padre, fue el que se ofreció para ayudarnos a llevar los equipajes, que fueron cargados en burras hasta Huercal-Overa, la ciudad más cercana con ferrocarril. Allí subiríamos al tren que nos conduciría hasta Valencia.

Recuerdo de ver a mi hermana Isabel llorando durante casi todo el viaje, creo yo que por intuición se iba dando cuenta de la situación (ya que era la mayor, pues en este momento tenía unos catorce años). Según pienso, presentía el drama que se nos estaba avecinando.

Al despedirse de nosotros mi tío Mariano tuvo la gentileza de dar a mi hermana diez pesetas, que en esa época a la que me estoy refiriendo tenían cierto valor. Mi madre temiendo que las fuera a perder le aconsejó que se las diera a este mal nacido para que se las guardara. En contra de la voluntad de mi hermana, y con mucha resistencia por su parte, mi madre no dudó en insistir en su decisión de darle aquel dinero al villano, ya que consideraba a Isabel muy pequeña y temió que pudiera perder el dinero. Éste no dudó en cogerlo e incluirlo junto a lo conseguido con las ventas de todo lo que se malvendió.

Una vez que llegamos a Valencia descargamos todos los equipajes y nos situamos en la sala de espera de la Estación del Norte. Este señor le dijo a mi madre que esperásemos mientras iba al lavabo a asearse un poco. Ya no volveríamos a verle nunca jamás.

No puedo describir con palabras lo que en aquel momento sentimos, y en mayor medida mi madre, en un mundo completamente desconocido para ella, sin dinero y con cuatro hijos pequeños a su cargo.

Debemos de tener en cuenta que Valencia era un mundo nuevo para nosotros, ya que no habíamos salido nunca del campo. El cielo se nos vino abajo, estuvimos unos quince o veinte días durmiendo en los bancos y suelo de aquella sala de espera, alimentándonos del pan, higos, almendras, tocino y embutidos que mi madre había traído consigo, además de la caridad de algunos militares de tránsito que esperaban algún tren. Éstos veían nuestra desesperada situación, pues cuando sacaban sus bocadillos para comer y veían nuestras miradas profundas e interrogantes hacia los alimentos que ellos consumían, muchos eran generosos y no dudaban en compartir sus alimentos con nosotros.

Recuerdo que a una de mis hermanas se le llegaron a romper los zapatos y como no teníamos dinero para poder comprarle unos, si no quería andar descalza se veía obligada a permanecer todo el día sentada en un banco de la sala de espera de aquella estación.

Viendo a mi hermana en esta situación tan penosa no me lo pensé mucho y a mi corta edad, unos seis años “y medio”, llené un botijo de agua y me dedique a vender agua a los pasajeros del tren gritando “ ¡Agua!, ¡Agua! ”.

Algunos pasajeros me daban diez céntimos otros cinco y también los había que no me daban nada. Con el dinero que logré reunir pudimos solucionar este problema y le compramos calzado.

Un día de aquellos que estaba vendiendo agua poco faltó para tener un accidente y casi me atropella el tren. Tengo que darle las gracias a un señor que me dio un empujón y consiguió sacarme fuera de la vía, evitando para mí una muerte segura. No obstante recuerdo que este hombre, muy enfadado, me pegó un par de azotes y la emprendió conmigo echándome una buena reprimenda.

No me enfadé por su proceder pues a pesar de mi corta edad comprendí que aquel hombre acababa de salvarme la vida y aún hoy le recuerdo agradecido.

Nuestra situación se iba haciendo insostenible llegando al extremo de no tener nada para alimentarnos ya que habíamos consumido la mayoría de los alimentos que mi madre se había traído del pueblo, además de la mala imagen que estábamos causando en la sala de espera de aquella estación, pues nuestras ropas estaban sucias y andrajosas ya que llevábamos unos quince días sin poder cambiarnos de ropa ni asearnos y el jefe de estación siempre estaba insistiendo que allí no podíamos estar, que nos fuéramos a otro sitio.

Pero ¿dónde podía ir una mujer con cuatro niños pequeños en un mundo hostil y desconocido para ella? La verdad es que no me canso de repetir lo que llegaría a sufrir mi pobre madre. Si esto ocurriera en la actualidad no habría causado el mayor problema, ya que está todo controlado, o bien las autoridades, o bien asociaciones, que prontas tratan de, en la mejor medida posible, solucionar estos casos, pues ante todo ahora existe la protección del menor, pero en aquel tiempo y en nuestra posguerra todo era caótico y no existía protección alguna para el menor, y mucho menos para las personas adultas

Al final de tantos avatares intervinieron no sé qué autoridades y vinieron a por nosotros dos hombres. Nos dijeron que nos llevarían a un colegio, que allí íbamos a estar muy bien ¡qué mentira más piadosa! Nos ordenaron que les siguiéramos, ya que antes de llevarnos a ese colegio tendríamos que ducharnos. Así que seguimos a estos dos señores y nos condujeron a unas duchas municipales.

Al llegar a estas duchas pronto se me acercó un hombre y cogiéndome de un brazo, y medio arrastras, intentó por la fuerza separarme de mi madre y de mis hermanas para conducirme a las duchas de los hombres. Llorando y con mucha resistencia por mi parte me opuse con firmeza, e intenté no seguirle el juego. Toda mi lucha sería en vano ya que agarrado por un brazo fui conducido a la ducha.

Allí quedaría traumatizado, pues este mal nacido además de cumplir con su cometido, de ducharme me sometió a tocamientos deshonestos y menos violarme me hizo todo lo que le vino en gana. No hace falta comentar el horror y lo que yo llegué a sufrir, pues a mi corta edad no comprendía por qué aquel hombre me hacía todo aquello.

En un descuido por su parte pude escapar y salir corriendo sin un rumbo fijo por uno de aquellos pasillos, llegando por casualidad a las duchas destinadas a las mujeres. El cuadro que vi para mí no fue muy agradable ,ya que parte de las mujeres estaban todas desnudas, incluída mi madre, y yo no estaba acostumbrado a ver lo que estaba viendo, así que al entrar por la puerta y ver aquel cuadro me frené en seco. Ellas gritaban al mismo tiempo que se tapaban con las manos sus “partes intimas”.
– “¡Ese niño! ¿qué hace ese niño aquí?

Al verme llorando mi madre reaccionó y se dirigió hacia mí, pero no pudo llegar a mi altura ya que una mujer (que supongo que sería la encargada de las duchas de las mujeres) me sacó de allí, entregándome otra vez al encargado de las duchas de hombres. Afortunadamente esta vez no tuve nada que temer por parte de aquel sinvergüenza.

A partir de aquí perdí todo contacto con mi madre y durante un largo periodo de tiempo no volví a tener la ocasión de poder verla de nuevo.

Una vez duchados vinieron otra vez los dos señores que nos habían acompañado a aquellas duchas. Estos nos mandaron a mis hermanas y a mí que les siguiéramos, que nos iban a llevar al colegio que anteriormente nos habían prometido.
Llegamos al mal llamado colegio, porque de colegio no tenía nada. Simplemente era un Reformatorio donde recogían a todos los niños abandonados a su suerte y que habían perdido a sus padres en la Guerra Civil Española.

Aquel Albergue se componía de un recinto amurallado con varios pabellones en su interior y una pequeña iglesia en el centro. En la puerta figuraba un letrero que decía “Junta Provincial de Protección de Menores. Campanar Valencia”.

Uno de aquellos señores tocó el timbre e inmediatamente salieron a nuestro recibimiento una monja y un hombre. Nuestros acompañantes le entregaron unos papeles y después de que se hicieron cargo de nosotros se despidieron.

Aquí empezó mi mayor sufrimiento. Nunca he logrado desterrarlo por completo de mi mente.

Aquel hombre se dirigió a mí y me dijo:
– Tú vente conmigo – haciendo la monja lo propio con mis hermanas.

Un recuerdo que tengo en mi subconsciente y que nunca he logrado desterrar es aquella separación salvaje de lo que más quería en el mundo después de mi madre, mis hermanas.

Opuse resistencia a separarme de ellas y lloré desconsoladamente pero aquel hombre me cogió de un brazo y aprovechando su fuerza bruta me condujo al pabellón donde residían los niños.

Entramos a un patio que mediría unos doscientos metros y pude ver aproximadamente entre cincuenta o sesenta niños que jugaban alborotando con sus gritos aquel recinto. Todos eran mayores que yo.

Al fondo del patio pude ver a un hombre leyendo un periódico sentado en una silla. El hombre que me acompañaba se dirigió hacia él entregándole unos papeles y me dejó solo un momento. Empezaron a hablar al mismo tiempo que miraban hacia mí, supongo que de mi ingreso.

De repente algunos de aquellos niños me acorralaron y dándome empujones empezaron a burlarse de mí y de mi llanto.
Afortunadamente para mí aquel señor del periódico se dio cuenta de mi situación y vino en mi auxilio, sacándome del apuro. Después de reprimir severamente a aquellos niños trató de consolar mi llanto sin conseguirlo.

Más tarde sabría que a este hombre le llamaban el “señor Valentín” y de él guardo muy buenos recuerdos, ya que era una persona excelente. Sin embargo, del otro cuidador que teníamos y que más tarde iba a conocer no puedo decir lo mismo. Le decían “el señor Ramón” y era un hombre muy cruel con los niños.

El señor Valentín me dijo:
– No llores más y vente conmigo, que te voy a dar un traje nuevo

Seguí a este hombre sin dejar de llorar y me condujo a una salita que hacía de vestuario. El traje era un mono de los que suelen llevan los mineros para el trabajo, más una camisa de rayas, unos calzoncillos y unas zapatillas blancas. Con frío o con calor este sería el vestuario que llevaría durante todo el tiempo que me quedaba que estar allí, que por cierto no iba a ser poco.

2 comentarios sobre “Cicatrices del alma. C. 4. Nuestro Viaje a Valencia. 1942”

  1. Que puedo decirte, en la vida algunos nacen estrellas y otros estrellados. Tuviste valor y corage para sobrellevar todo aquello, al menos yo, respeto y admiro eso. Espero hayas podido llegar a vivir un final feliz de todo aquello.

  2. Gracias Hacaria.
    Para tu tranquilidad te diré que supere todas aquellas injusticias, pero nunca las olvide, Cicatrices del alma a sido para mi como una terapia, pero no para olvidar, porque eso es imposible, si no para compartir, para ventilar un alma en la que las cicatrices son perennes y todavía duelen.
    Saludos cordiales. José Antonio…

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