Nota inicial: Diesel y Sancho es la misma persona. O sea: yo, Diesel.
Tiene su gracia. Hace unos años, apenas si se asomaban por televisión el padre Apeles y algún que otro chistoso. En los últimos tiempos, los curas se pasean por los platós, expertos en el arte del corrillo. Mientras que, paralelamente, arman sus manifestaciones y sus broncas, que campaña manda y no es plan. Se anuncian en la tele, sacan a los foros de debate a jovencísimos curas melenudos y a rubias con cara de pocas misas que se quejan de lo moderado que es Rajoy -el pobre- y piden más derecha, más caña, viva España y Franco también.
Tiene mucha guasa. Que hablen de las ingerencias del Gobierno en materia de ética, como si ésta fuera monopolio de la Iglesia Católica. Que no se han enterado todavía de que la Iglesia Católica persisten en España (y en la mayoría de los países) por pura fuerza: porque, si no te convertías, te expulsaban, te mataban o te ibas directo al infierno. Que no se han enterado. No se han enterado de que el monopolio de la Iglesia Católica en España es una imposición tan aberrante como sus santas inquisiciones y sus doctrinas llenas de dogmas y de pecados. Que no se han enterado de que ser laico o pertenecer a cualquiera de las llamadas minorías religiosas de este país no aparta a uno de la ética, que no hay monopolios de los asuntos éticos, que la ética es de todos y que estamos hartos de sus dogmas de pecado y miedo.
Tiene gracia que pidan respeto; que, de últimas, cuando se sienten acorralados, incapaces de esgrimir un solo argumento, se escuden, siempre se escuden, en la manida libertad religiosa. Que no se han enterado. Que el catolicismo ha gozado de libertad siempre; que las cortapisas fueron y siguen siendo para otros, para quienes creían y creen otros credos, para herejes, apóstatas e irreverentes. No se han enterado de que las religiones son manufactura humana. Y que, cuando no lo son, dejan de llamarse religiones. Y se les llama cultura, se les llama historia, se les llama pueblo. Hay culturas, historias, pueblos de hombres que comparten, entre una nutrida multitud de asuntos, creencias mal llamadas religiones.
Y hay que fastidiarse. Que el Gobierno ZP cometa “injerencias”. Cuando la única injerencia que hemos sufrido en España, desde hace muchos siglos, es la de la institución del infierno que se ha dedicado a perseguir sistemáticamente, a participar de crímenes y totalitarismos, aliada siempre al poder, a las derechas de viejo cuño (como si las hubiera nuevas), a asesinos y dictadores.
Pero hay un complejo generalizado que afecta a la propia izquierda: uno pude meterse con la jerarquía eclesiástica, pero no con la Iglesia Católica; puede criticar a la Conferencia Episcopal, pero no a los católicos. Menudos reparos. Uno tiene derecho a meterse con lo que quiera: y, desde el momento en que está bautizado -en muchos caso, también comulgado yconfirmado-, más.
Como miembro fantasma, número apenas, de una organización que nunca pidió mi consentimiento para incorporarme a sus filas, reivindico el derecho a meterme con la Iglesia Católica y con los católicos al completo, con tantos y tantos de entre quienes ocupan las bancas de las iglesias y escuchan, domingo tras domingo, arengas, impávidos, sin haberse atrevido jamás siquiera a preguntarse por la veracidad de tanto sermón al abrigo de sotanas.
Más formación e información, más educación en materia de antropología, de historia, de mitologías y religiones: más estudio debería imponerse en las escuelas, para ayudar a comprender la realidad de este país y empezar a relativizar los misterios de su Santa Iglesia Católica.
Habría que hacer un día inventario de las deudas que con la Iglesia Católica han contraído, durante siglos, los españolitos. Sin duda, el resultado sería tan inaudito como inagotable. Desde la institucionalización del pecado hasta los complejos “de cintura para abajo” (como decía recientemente algún tertuliano televisivo), la sublimación del sufrimiento, la redención por el martirio. la creación de galerías y galerías de mártires y de santos, milagros, proselitismo.
La gente reza a san Francisco Javier, a san Antonio (el casamentero) o a san Pancracio (el de los perejiles). Tan santos como san Josemari (no, Aznar no: Escrivá de Balaguer): fundador del Opus y hecho santo por la Iglesia Católica un puñado de años atrás.
La Iglesia Católica pide respeto. Pide tolerancia. Y yo reivindico el derecho a ser intolerante, intolerante con la estupidez. Más, ahora que la Iglesa Católica ha vuelto a meterse en política (como si alguna vez no lo hubiera hecho) y, sin disimulos, sin complejos, se echa a la calle a pedir el voto. Claro, para el PP.
Recuerdo, muchos años atrás, cuando yo era chica, un episodio que se repetía, en el pueblo donde vivíamos, cada cuatro años, en fecha de elecciones: las monjas del asilo, llevando a filas y filas de ancianos a las urnas, para hecerles votar a la vieja Alianza Popular: PP, hoy.
A las duras y a las maduras. Pero, sobre todo, a las duras. Cuando la Iglesia Católica está en apuros, viene en su auxilio la derechona vieja (y la nueva: que hay que ver a los curas melenudos y las rubias con cara de pocas misas). Y, cuando es el PP el que necesita apoyos, ahí está la Iglesia, a pie de calle, con sus sotanas a lo loco.
Yo también me declaro intolerante ante la estupidez.
Muy bueno tu escrito.
Un beso, Alaia
Se me había olvidado que éra de Concha Perez Rojas. Igual de bueno jajaja.
Un besoooooooo
AMEN.
Aplaudo la alusión a ésta explosión de inteligentes revelaciones que es el texto.
Yo no puedo opinar mucho sobre ésto porque por no considerarme, no me considero ni siquiera ateo, ni siquiera decantarme por ninguna opción política como la buena, como la que más me convence, porque lamentablemente sólo me han mostrado cosas que no me gustan, que ya es un paso, saber lo que no quieres para ir conociendo lo que quieres.
Por eso me considero bastante apolítico y muy contrario a la “Santa madre iglesia”, institución que me inspira de todo menos confianza y aptitud de credenciales. Yo no se confiar en una institución que predica la bondad bajo faldas tan siniestras como las de la inquisición, el fascismo …
En fin, muy buenos días.
Hola. Soy la autora del artículo ‘Con sotanas y a lo loco’ y acabo de encontrarme con esta web por casualidad. Por favor, ¿alguien podría explicarme de qué se trata? ¿Os conozco? Es que me llaman la atención varias cosas, entre ellas que el artículo, tal como lo incluís, es, a todas luces, una transcripción: no sé si es exacto (no lo he leído con detenimiento), pero sí he advertido algunas erratas con respecto al original, y que aparece incompleto. El artículo, tal como fue publicado, era algo más largo y no cerraba así.
En fin, agradecería cualquier información al respecto. Y, en todo caso, gracias por leerlo y por los comentarios que veo que generó.
Un saludo.
Concha
Aquí copio el artículo completo. Gracias, de nuevo, por el interés.
Un saludo.
Concha
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Con sotanas y a lo loco
Tiene su gracia. Hace unos años, apenas si se asomaban por televisión el padre Apeles y algún que otro chistoso. En los últimos tiempos, los curas se pasean por los platós, expertos en el arte del corrillo. Mientras que, paralelamente, arman sus manifestaciones y sus broncas, que campaña manda y no es plan. Se anuncian en la tele, sacan a los foros de debate a jovencísimos curas melenudos y a rubias con cara de pocas misas que se quejan de lo moderado que es Rajoy –el pobre– y piden más derecha, más caña, viva España y Franco también.
Tiene mucha guasa. Que hablen de las injerencias del Gobierno en materia de ética, como si ésta fuera monopolio de la Iglesia. Que no se han enterado todavía de que la Iglesia persiste en España (y en la mayoría de países) por pura fuerza: porque, si no te convertías, te expulsaban, te mataban o te ibas directo al infierno. Que no se han enterado. No se han enterado de que el monopolio de la Iglesia en España es una imposición tan aberrante como sus santas inquisiones y sus doctrinarios llenos de dogmas y de pecados, de credos, de trinos y de resurrecciones. Que no se han enterado de que ser laico o pertenecer a cualquiera de las llamadas minorías religiosas de este país no aparta a uno de la ética, que no hay monopolio de los asuntos éticos, que la ética es de todos y que estamos hartos de sus dogmas de pecado y miedo.
Tiene gracia que pidan respeto; que, de últimas, cuando se sienten acorralados, incapaces de esgrimir un solo argumento, se escuden, siempre se escuden en la manida libertad religiosa. Que no se han enterado. Que el catolicismo ha gozado de libertad siempre; que las cortapisas fueron y siguen siendo para otros, para quienes creían y creen otros credos, para herejes, apóstatas e irreverentes. No se han enterado. No se han enterado de que las religiones son manufactura humana. Y que, cuando no lo son, dejan de llamarse religiones. Y se les llama cultura, se les llama historia, se les llama pueblo. Hay culturas, historias, pueblos de hombres que comparten, entre una nutrida multitud de asuntos, creencias: mal llamadas religiones. Pero no se dan cuenta los cristianos de que su Iglesia nace de una colosal paradoja: de una creencia que denostan (y que sí pertenece a un pueblo, el judío) y espíritu romano imperial. No se dan cuenta de que nace artificialmente, de una mezcla inverosímil: que tales mezclas no funcionan, no sirven, no casan: vamos, que no se las cree ni Dios.
Y hay que fastidiarse. Que el Gobieno ZP comete “injerencias”. Cuando la única injerencia que hemos sufrido en España, desde hace muchos siglos, es la de esa institución del infierno que se ha dedicado a perseguir sistemáticamente, a participar de crímenes y totalitarismos, aliada siempre al poder, a las derechas de viejo cuño (como si las hubiera nuevas), a asesinos y dictadores.
Pero hay un complejo generalizado que afecta a la propia izquierda: uno puede meterse con la jerarquía eclesiástica, pero no con la Iglesia; puede criticar a la Conferencia Episcopal, pero no a los cristianos. Menudos reparos. Uno tiene derecho a meterse con lo que quiera: y, desde el momento en que está bautizado –en muchos casos, también comulgado y confirmado–, más. Como miembro fantasma, número apenas, de una organización que nunca pidió mi consentimiento para incorporarme a sus filas, reinvindico el derecho a meterme con la Iglesia y con la cristiandad al completo, con tantos y tantos de entre quienes ocupan las bancas de las iglesias y escuchan, domingo tras domingo, arengas, impávidos, sin haberse atrevido jamás siquiera a preguntarse por la veracidad de tanto sermón al abrigo de sotanas.
Y que vengan y digan que la Iglesia hace una labor social que, en caso de no existir, costaría muchos millones de euros a las arcas estatales. Tamaña desfachatez. La Iglesia, una de las mayores y más perfectas organizaciones mundiales, cuyo saldo incluye un Estado propio e independiente, una jerarquía más impenetrable y férrea y disciplinada que las militares, precisamente la Iglesia, va a vendernos ahora la estampita de la ONG.
Más formación e información, más educación en materia de antropología, de historia, de mitologías y religiones: más estudio debería imponerse en las escuelas, para ayudar a comprender la realidad de este país y empezar a relativizar los misterios de su Santa.
Habría que hacer un día inventario de las deudas que con la Iglesia han contraído, durante siglos, los españolitos. Sin duda, el resultado sería tan inaudito como inagotable. Desde la institucionalización del pecado hasta los complejos “de cintura para abajo” (como decía recientemente algún tertuliano televisivo), la sublimación del sufrimiento, la redención por el martirio, la creación de galerías y galerías de mártires y de santos, milagros, proselitismo, evangelización.
La gente reza a san Francisco Javier, a san Antonio (el casamentero) o a san Pancracio (el de los perejiles). Tan santos como san Josemari (no, Aznar no: Escrivá de Balaguer): fundador del Opus y hecho santo por la Iglesia un puñado de años atrás.
La Iglesia pide respeto. Pide tolerancia. Y yo reivindico el derecho a ser intolerante, intolerante con la estupidez. Más, ahora que la Iglesia ha vuelto a meterse en política (como si alguna vez no lo hubiera hecho) y, sin disimulos, sin complejos, se echa a la calle a pedir el voto. Claro, para el PP.
Recuerdo, muchos años atrás, cuando yo era chica, un episodio que se repetía, en el pueblo donde vivíamos, cada cuatro años, en fecha de elecciones: las monjas del asilo, llevando a filas y filas de ancianos a las urnas, para hacerles votar a la vieja Alianza Popular: PP, hoy.
A las duras y a las maduras. Pero, sobre todo, a las duras. Cuando la Iglesia está en apuros, viene en su auxilio la derechona vieja (y la nueva: que hay que ver a los curas melenudos y las rubias con cara de pocas misas). Y, cuando es el PP el que necesita apoyos, ahí está la Iglesia, a pie de calle, con sus sotanas a lo loco.
Me dirán que hay curas marxistas, que existe una teología de la liberación, que hay misioneros que nada tienen que ver con la jerarquía vaticana. Nadie se engañe: a lo sumo, hay buenas personas que, por comodidad, ignorancia o desconocimiento, adhieren el doctrinario cristiano y se creen que la Iglesia es cosa distinta. No es así. En el invento del cristianismo, quedó fijada toda una (anti)ética desconocida hasta entonces: una creencia artificial, elaborada, mezcla de mitologías y de judaísmo, sin que lograra conservar la grandeza de las primeras ni la nobleza del segundo. Porque el cristianismo transforma la moral judía, al punto de hacerla irreconocible: así, el judaísmo no admite nombrar ni representar a Dios, ni beatificar o santificar a nadie, ni hacer peticiones a un muerto (tal como efectivamente construye la imaginería cristiana); ni crear estatuas, que se consideran ídolos; ni recrearse en la muerte, ni exponer a un cadáver a vista pública durante días (práctica habitual entre cristianos y paganos de todo signo); ni la intermediación en la relación de cada hombre con Dios (por eso no existe la confesión); quedan terminantemente prohibidos evangelización o proselitismos; no se niega la vida, en sus goces ni en sus miserias; ni se admitiría la procesión de un hombre magullado, víctima de escarnio. El cristianismo no hereda los valores del judaísmo ni los de las mitologías: la fuerza que éstas priorizan; la exaltación de la voluntad humana; la capacidad del hombre, frente a los dioses; el libre albedrío.
Al cristianismo no interesa la ciencia, como, efectivamente, desde siempre, interesó tanto al judaísmo como a las tradiciones paganas, desde Egipto, Grecia o Roma. Sin embargo, se asienta en mitad del escenario, y acaba barriendo con todos los cultos que le salen al paso. Algo tendrá la Iglesia, para haberse extendido en esa forma, por todos los países y en todos los tiempos. Algo tendrá, algo tiene: poder e infraestructura. Que compensan holgadamente la falta de veracidad.