El tren se desliza entre las ocres laderas de estos pequeños montículos que dejan reposar, sobre sus arenosos cuerpos, la luz plateada de mi vieja amiga la Luna. Y tengo la sensación de transitar por un camino que, de tan ilusionado que es, se ha convertido en un espejo con forma de ventanillas. Mi padre duerme con la esperanza de un futuro renovador. Yo entorno los párpados y me inundo de las estampas que, en el pasado, formaron parte de mi propia historia.
– !Toñín, súbete la bufanda… !.
Pero al salir por el portal yo metía los dedos entre la cara y el algodón y libraba mi boca de la mordaza. No podría soportar las burlas de mis compañeros porque un líder debe responder a su imagen; aunque, al llegar la noche la tos me delatase ante ella. Y… !toma cucharada de jarabe y ahora te quedas dos días en la cama!.
Aquellos días eran los que aprovechaba para seguir soñando con el tren eléctrico. Ni los soldaditos de plomo ni, muchos menos, aquellos recortables con los que podía recomponer el hábitat de la selva, desbancaban a la mágica ilusión de poseer aquel tren que siempre veía en el escaparate de la juguetería que, doce portales más allá, regentaba Don Mariano, gordo, blanco como el marfil y acostumbrado a hacerme muecas siempre que mi madre me llevaba de la mano; cuando pasábamos junto a su tienda con las prisas de llegar pronto al hogar a preparar ella la comida.
Todas las tardes, cuando los niños salíamos de la escuela, en tropel, yo corría hasta la Estación del Norte y me sentaba en los bancos de los andenes, durante veinte minutos. Eran los minutos en que los convoyes entraban y salían hacia destinos inalcanzables para mí. Maleteros, vestidos de azul, portaban paquetes y bultos en sus manos.
Los sábados iba, con mi hermano pequeño, a casa de los vecinos… porque Tomás sacaba su enorme caja de rayas blanquiazules. Yo acariciaba los vagones, pero Tomás no dejaba !a nadie! tocar aquella flamante locomotora con lucecita naranja incorporada.
Pero un día sucedió el milagro. Recuerdo que era una mañana de domingo y la primavera, aquel año, había irrumpido con temperaturas muy elevadas. El sol ya comenzaba a calentar cuando llegamos a la estación. Papá y mamá sonreían y nos compraron caramelos. Después, llegaron las demás familias. Y, todos juntos, subimos al tren, camino de El Plantío. Aquel día, por los campos, papá y mamá caminaban agarrados de la mano mientras mi hermano pequeño y yo correteábamos junto a los demás niños.
Por la tarde comimos sobre un verde césped natural y jugamos al “antón pirulero”
– !Se te olvidó… se te olvidó… tú eres bombero y se te olvidó el oficio!.
Y todos reían porque yo había equivocado la profesión.
Pero al regresar, en la misma estación de El Plantío, varios jóvenes habían matado, con sus escopetas de perdigones, a una inocente golondrina. Y el nido, colgado entre las tejas de la cantina, quedó albergando huérfanos pajarillos. Y el atardecer fue triste. La máquina del tren entró llorando a la estación…
Y a pesar de que un señor portaba, sobre su hombro derecho, un mono traido del Sahara (según decía él), yo no podía sonreír.
No supe por qué mataron a la golondrina. Sólo sé que, ocho días más tarde, mi papá montó en su automóvil y me hizo montar a mí. Sólo sé que corría por la carretera y yo sentía mucho miedo en las curvas. Mamá y mi hermano pequeño no venían con nosotros.
Muchas tardes me encontraba, a mí mismo, sentado en los bancos de los andenes de la Estación de Valencia. Mi padre vivía triste y un día compró dos billetes de tren para Madrid; pero, más tarde, los rompió y nos fuimos, con el automóvil, hacia la costa. Hicimos muchos viajes así.
Mi padre escribía cartas que nunca hechaba en el buzón de Correos y siempre miraba el buzón de nuestra vivienda, donde sólo encontraba anuncios de televisores, gimnasios y ofertas de electrodomésticos. Un día tomó un anuncio que narraba las excelentes condiciones de pago para poder adquirir un moderno automóvil fabricado en Alemania. Mi padre hizo trizas el papel y aquella tarde le ví más sombrío y triste que nunca. Y bebió más de la cuenta. Bebió mucho más que en las anteriores ocasiones.
Yo no entendí, jamás, aquella separación. Tampoco él me lo ha explicado nunca; pero ayer apareció una carta de mamá en el buzón y mi padre la leyó con avidez. Se agitó, repentinamente, al leer la carta de mamá y corrió a la Estación de Valencia. Toda la tarde anduvimos preparando el equipaje; pero mi padre nunca supo que yo leí la carta que él había dejado caer sobre el piso del comedor.
Tengo veinte años y, al mes que viene, sortearé destino para cumplir el servicio militar obligatorio. Sin embargo, desde los once años de edad, no volví a ver a mi madre ni a mi hermano pequeño. Él debería tener, ahora, dieciseis años.
Mis párpados, ligeramente entornados, contemplan el clarear de las primeras luces del alba. Mi padre, con el cabello ya gris, sigue dormido y, a veces, habla en voz alta. Parece que nombra a mi madre.
El tren reconforta mis pensamientos.
Tengo ganas de ver, nuevamente, a Don Mariano, gordo, blanco como el marfil y acostumbrado a hacerme muecas. Y tengo ganas de besar a mamá. Yo sé que a mi hermano pequeño no podré besarlo nunca más. En su carta decía mi madre que, acostumbrado al alcohol y los automóviles, nunca quiso ir a sentarse a los bancos de los andenes de la Estación del Norte, para hacerla compañía y que por eso un día que iba acompañado de una rubia, se mataron ambos a la salida de una curva. Chocaron contra un camión.
Tengo ganas de que mi padre bese de nuevo a mi madre y vuelvan a sonreír.
Yo, cuando acabe el servicio militar obligatorio, me he propuesto estudiar la carrera de Ingeniero de Caminos y montaré con Ana en el tren, para visitar El Plantío; porque sé que ya no habrá escopetas de perdigones matando a las inocentes golondrinas y dejando huérfanos pajarillos en el destrozado nido que aún se esconce tras las tejas rojas de la cantina.