Dormancia

En el décimo año del nuevo siglo, tres días cabales después del hielo, estudiaba hasta bien entrada la noche los preceptos de la sabiduría, queriendo encontrar instrucción cierta, cuando sobrevino el cansancio a mis párpados. Esta es la narración del sueño que tuve:

Me encontraba en el interior de un templo. Entraba por todas direcciones luz a raudales y no me era posible ver, ciertamente, el cieloraso.
Ahí congregados, estaban los hermanos de mi madre y su madre y mi madre.
Todos llevaban trajes dignos y con respetuoso silencio escuchaban la palabra de un ídolo que, mezclada con la luz, impregnaba aquel recinto de burlesca religiosidad.

Detrás de la multitud, al pie de cada columna se recargaba el padre de cada una de las razas de los hombres.
Yo podía escuchar sus pensamientos, que eran como ecos de las palabras del ídolo.
Caminé hacia el centro, y de frente al altar donde presidia el Dios Único en pétreo silencio, se apoderó de mí una locura demoniaca que sacudia mis miembros e inflamaba mi cara.
Pero mi mente resintía con absoluta lucidez las reacciones de asco y desprecio que se sucitaban en la asamblea.
Adelantose a mi espalda el varón más joven de la casa de mi madre, su boca llena de imprecaciones hablaba con la voz del ídolo;
culpándome de irreverencia, atribuía mi estado a la ineptitud con que administrara la hacienda y haber coronado de miseria la anciana testa de mis padres.
El hombre, torciendo crueles remordimientos en garfios, escarnecía el cuerpo convulso del hijo de su hermana.
Mientras, yo luchaba por recuperar el control de mi cuello para presentar, con expresión irredenta, el blanco de mi rostro a su venganza.
Pero nada de mi cuerpo me pertenecía. Mi espalda se contraía violentamente sobre sí y mis ojos no se apartaban del altar donde el Dios Único presenciaba en silencio el juicio por el que sólo podía padecer y al que sólo podía comparecer con gruñidos guturales.
Hubo entonces un sentimiento que fue creciendo en mí a cada aspiración forzosa, una certidumbre poderosa en la inocencia del culpable que ha desafiado toda prudencia, declarando su propia parte del mal que tiene al mundo.
Me reincorporé de un salto, tornado el gesto feroz, y caí sobre el retoño de la madre de mi madre con nudillos contundentes.
Abrí de tres golpes el sello de su cráneo.
No me detuve, seguí, golpe tras golpe tras golpe…
Desperté de pronto, en el mismo sitio.

La multitud habíase esfumado. Y no era la luz por ningún lado.
La penumbra estrechaba entorno y sólo me acompañaba la sombría figura de mi madre.
No podía respirar, ni cerrar los ojos, ni resistir de cualquier modo la totalidad de mi ser ante aquella aparición que me comprenetraba.
Las direcciones desaparecieron, haciendose presencia absoluta el sólo lamento de mi madre, que repetía con voz tímida y como rezando
“¿Por qué te has dispersado?¿Por qué te has dispersado?”

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