El caballito de mar jugaba con las caracolas. Y mientras jugaba con ellas, las iba poniendo nombres para poder recordarlas. A la primera que halló la nombró Fantasía. Con ella construía palacios entre las olas que se movían al compás del baile de las ninfas. A la segunda la nombró Sueño. Con ella construía jardines submarinos donde acudían los tritones para cantar canciones de paz. Y a la tercera la llamó Existencia. Con ésta convertía todos sus juegos en poesía mientras le rodeaban las sirenitas para cantar.
Con la Fantasía vivía el caballito de mar sus guerras pacifistas en los combates imaginarios donde se convertía en adalid de los mares. Con el Sueño pasaba a ser un anochecer florido rodeado de imaginadas azucenas, violetas, rosas y corales marinos. Y con la Existencia vivía la realidad de su ser: un caballito de mar enamorado del alba.
Así transcurría, entre juego y juego, entre sueño y sueño y entre existencia y existencia una especie de figura viviente tomando forma humana. Entonces despertaba y se encontraba en el lecho de una madrépora, en la fuente de un arroyo y en el oasis de un desierto de mar. Y es que en el mar, debajo de las olas, aquel caballito sonreía mientras las ninfas, los tritones y las sirenitas le acompañaban en su existir.