El sopor.

Matías se abanicaba por el enorme calor que hacía en Castelnuovo y, de paso, espantar a los mosquitos que acudían a su piel como acuden los tábanos a las orejas de los burros. Era, en verdad, un sopor aquella tarde tan pegada a su memoria que le hacía rememorar lo de su pasado con Conchita. Rememoraba.

– Que te he dicho, Matías, y ya estoy harta de repetírtelo, que no estoy enamorada de ti.

– Pero… ¿se puede saber que ves en Julián que no veas en mí?. Por si no lo sabes yo le gano en carreras de 100 metros lisos.

– Sí. Pero ya que hablas de metros lisos tú tienes el cerebro más liso que el pañuelo de organdí que me regaló mi abuela cuando nos presentamos en casa como novios.

– Y entonces… ¿por qué no aceptas seguir siendo mi novia?. De acuerdo. Yo tengo el cerebro liso pero ¿qué clase de cerebro tiene él que cuando le manda su padre a por tabaco vuelve con aspirinas para el dolor de cabeza?.

– ¡No tengo ganas de bromas, Matías!. Él por lo menos es sincero y ya se yo que le ocurre eso; pero no porque tú me lo hayas contado sino que lo he visto con mis propios ojos.

– No lo entiendo. Por más vueltas que doy al asunto menos lo entiendo todavía. ¿Me puedes decir en qué te he fallado?.

Pero ella sólo mantuvo el silencio.

El abanico se movía de un lado para otro cada vez a mayor velocidad. Matías, pringado todo su cuerpo de aceite contra los mosquitos, no podía quitárselos de encima.

– !Mamá!. ¿Qué clase de aceite contra mosquitos es éste que no sólo no me los aparta sino que cada vez acuden en mayor número?.

– Hijito. ¿No será que has confundido el aceite contra mosquitos con el frasco de detergente para lavar la ropa?.

Entonces fue cuando Matías se dio cuenta de su error. Y es que la ruptura con Conchita le tenía totalmente descontrolado.

– ¡La próxima vez haz el favor, mamá, de poner el aceite contra los mosquitos en el mismo sitio que lo dejé yo ayer!.

De nuevo rememoraba aquella situación.

– ¿Por qué callas, Conchita?. Sabes que me molesta mucho cuando no respondes a mis preguntas.

Ella se le quedó mirando irónicamente.

– ¿Acaso escuchas cuando yo te hablo?.

– Pues creo que sí.

– Creer que sí no es suficiente. Ya me he cansado de predicar en el desierto.

– Te prometo que la próxima vez me concentraré en tus palabras.

– Ya es muy tarde para eso, Matías. Julián habla menos que tú pero me sabe escuchar.

La tarde, realmente, producía un sopor inaguantable. Matías se removía una vez tras otra en la hamaca. Miraba, tumbado tal como estaba desde hacía ya un par de horas, el techo de la terraza. Por fin dejó el abanico en una0silla curcana, a la cual llegaba sin tener que levantarse, y se puso a canturrear una vieja canción del Trío Los Panchos.


– Sin ti, no podré vivir jamás0y pensar que nunca más estarás junto a mi. Sin ti,
qué me puede ya importar, si |o que me hace llorar está lejos de aquí. Sin ti,
no hay clemencia en mi dolor, la esperanza de mi amor te la llevas al fin. Sin ti,
es inútil vivyr, como0inútil será el quererte olvidar. Sin ti, no podré vivir jamás
y pensar que nunca más estarás junto a mí. Sin ti, qué me puede ya importar, si lo que me hace llorar está lejos de aquí. Sin ti, no hay clemencia0en mi dolor, la esperanza de mi0amor te la llevas al fin. Sin ti, es inútil vivir, como inútil será el quererte olvidar.

:- Hijito… por qué no te vas a la playa a darte un buen baño…

– Mamá, yo quisiera pero…


– ¡Nada, nada de peros, a la playa a pasar un buen rato!.

– Lo menos que deseo ahora es pasar un buen rato. Estoy deseando morirme o desaparecer para siempre.

– Escucha, hijito. Nada ganas con seguir intentando un esfuerzo inútil. ¡Un buen baño en la playa te sentará de maravilla y por fin la podrás olvidar!.

– Es que no lo entiendo>
:
– Ni yo tampoco… pero0aprenderás a vivir sin ella.

– No. Yo lo que no entiendo es por qué se la lleva Julián.

– Te lo voy a decir yo. Julián es mucho más hombre que tú y mira que te he querido tanto que te he llenato de mimos. Ahora me he dado cuenta de que fue un error.

– Bueno. Me iré hacia la playa.

Matías se levantó, perezosamente, de la hamaca y, manteniendo con dificultad el equilibrio debido a su ya grande barriga que había desarrollado de tanto comer para olvidarla, llegó hasta la orilla del mar. Se sentó en el suelo viendo a las numerosas parejas que su bañaban, felices, allí donde lqs olas rompían y el verles desaparecer en el agua para luego volverles a ver de nuevo, felices y contentos, le ponía de muy mal0humor.

– Yo puedo mantener todo el silencio que quieras, Conchita.

– De verdad que lo siento por0ti, Matías… pero no me eches la culpa a mí. Si hubieses dejado de ser tan mimado por tu mamá quizás a estas horas hasta ya estaríamos casados e incluso con algún hijo.

– Entonces… ¡eso quiere decir que totavía tengo esperanza!.

– Conmigo no. Quizá con Esperanza sí… pero conmigo no…

– ¡Con esa rompematrimonios jamás!.

– Pero… ¿te urge o no te urge casarte?.

– Me urge… pero no con una arpía0como esa.

– Lo siento, Matías, lo siento. Si quieres puedes irte al bar a consolarte con tus amigos Alfonso y Fernando.

– Nunca te cayeron bien ni Alfonso ni Fernando… ¿verdad, Conchita?.

– La verdad es que ~unca me he parado a pensar en eso. Para mí los envidiosos no tienen existencia.

Se levantó de nuevo. La brisa del mar le sentaba bien a sus pulmones pero, de vez en cuando, le atacaba una tos que parecía no tener fin.

– Este fumar y fumar con tanta ansiedad un día me va a matar. Pero… ¿qué me importa ya vivir o morir si la he perdido para siempre?.

Fue lo único que0pudo decir antes de que el sopor de la tarde le pillase de pleno. Y, cansado de tanto quererla sin ser correspondido, lanzó su queja al viento.

– ¡¡Te quiero, Conchita!!.

Se dio cuenta, entonces, que era inútil gritar. Ella ya se había casado con Julián y vivía feliz. Rompió en llanto, fue metiéndose poco a poco en el mar y allí, mecido en las olas, su sintió como uno más de aquellos mosquitos que, en el sopor de la tarde, no hacían más que picarle como los tábanos hacen con lqs orejas de los burros.

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