(Empezar a vivir es empezar a morir)
Tenía la mirada tan triste como la de un caracol. A lo lejos, cercano al maquillaje facial de los campos, se escuchaba el minúsculo murmullo de la máquina de vapor…
– Si siempre va hacia adelante ¿qué hace el tren cuando llega al final del mundo?…
– El tren siempre vuelve, Juan…
En medio del pasatiempo del paso de las horas, comienzo a recordar las tardes en que tuve, junto a mi conciencia pensamiento/pasaviento de la sensación, el vuelo cristalino de las alondras que, en forma de lluvia horizontal, pasaban anunciando su leve presencia de aguamanil mientras, en el bar, se jugaba al mus con sentencias tan benignas que, muchas veces, semejaban borrascosas espirales de enunciados surgidos de entre todos aquellos abigarrados humeares de “celtas” y “galois” que formaban coalición con contraseñas de guiños humanos y piruetas de carrusel hiperrealista. Aquellos rudos y hansonistas parroquianos (críticos de la mística del placer pegado al rugoso mapamundi de todas las cantinas dibujadas en los hendidos surcos de la piel de sus rostros) apostrofaban envites y renuncias (“ya llueve menos”, “la mano de un cristiano”, “tengo postre”, “a mí no me dice nada”, “órdago a la grande”, “nos faltan sólo tres”) mientras formaban un agónico círculo circunflejo de barajados circunloquios…
Pero yo, soñando casi casisiempre con el ascenso a las torres de marfil de los ulises prejoycianos, crecía en la geométrica ascensión de los besos florecidos y las manos asidas al corazón de una tarde, mientras el aire de las magias flotaba en la lejanía (añeja barca de carontes nada más), allá donde el maquillaje facial de los cetrinos campos del trigo me inundaba de una súbita tristura o de una alegría sin proporción, según fuese la aliteral alternativa que me deparasen las agujas del reloj de cristal que enhebraba los minutos de mi sensibilidad con la plateada ilusión de los deseos.
Hoy dicen que soy tan joven que podría cambiar el mundo con los latidos de mi corazón; pero he decidido no intentarlo y dejar el mundo en su mismo lugar para no desorientar mi conducta, porque ansío abrazar sus límites sin dañar la imagen de mi sueño. Mi única sonrisa consiste en no olvidar jamás la pregunta que hice a quien, aquella tarde junto a mí, respondió simplemente con la tenue nostalgia de un regreso.
Era la respuesta de mi padre…
(Fragmento número 1 de “La última frontera”, de Diesel).