La lápida

Cuando murió mi abuela yo era sólo una niña de trece años y ella siempre había vivido con nosotros. Al inmenso dolor que sentimos se vino a sumar un episodio insólito, apenas creíble, que a mí me tenía aterrada. Pero os aseguro que es verdad.

Alguno de los sepultureros (nunca llegamos a verle en persona) de la zona del cementerio donde está enterrada mi abuela debió darse cuenta de que la tumba no tenía lápida. Nada debió resultarle más fácil que conseguir el teléfono de nuestra casa, bien a través de los propios registros de la funeraria, o bien a través de la guía telefónica.

La primera vez que llamó habló con mi madre y le ofreció facilitarle la colocación de una lápida en la sepultura. Es de suponer que se llevaría una jugosa comisión por cada lápida que consiguiese vender. Mi madre le dejó claro que lo tendría en cuenta, pero que no era el momento de pensar en poner una lápida, que quería dejarlo para un poco más adelante. Cuando colgó, indignada, dijo que antes dejaría la sepultura sin lápida que permitir que ese buitre la pusiera.

Así que durante muchos meses después del fallecimiento, sin que fuera muy frecuente ni de forma regular, sonaba en mi casa el teléfono a eso de las diez o diez y media de la noche. Yo lo contestaba a veces y al decir “Diga” oía una voz tétrica que decía lentamente, casi deletreándolo: “Soy el sepulturero”. Estuvimos padeciendo las llamadas del individuo sin escrúpulos cada vez que se acordaba de que había una familia recalcitrante, y la frecuencia de las llamadas creció, la hora se hizo más tardía, hasta que mi madre se hartó y la siguiente vez que llamó le dijo claramente que no iba a poner lápida alguna por el momento, que cuando la pusiera no sería él el encargado de facilitárnosla y que si insistía en las llamadas iba a denunciarle.

Fue mano de santo: las llamadas cesaron en ese mismo momento. Pero las siguientes veces que visitamos la sepultura de mi abuela vimos que ésta se iba deteriorando rápidamente. La cruz que había en la cabecera se partió, se hundió en el suelo y acabó hecha pedazos. Los ladrillos que revestían por fuera el perímetro de la sepultura empezaron a desaparecer. Hasta se desprendió una de las piedras que señala los datos que identifican cada tumba. Por eso tardamos mucho tiempo en encargar una lápida, porque temíamos que el individuo en cuestión la destrozase, o la pintase, o Dios sabe qué.

El día que por fin pudimos poner la lápida fue casi una fiesta, y también lo es cada vez que visitamos la sepultura y la vemos intacta.

6 comentarios sobre “La lápida”

  1. Que historia la de la lápida. Y aun hay hombres asi de desconsiderados, ese sepulturero que se habra creído, que falta de respeto. Pero la vuelta da vidas… mmmm ah no es al reves, la vida da vueltas. Imagino lo que era contestar con 13 años y escuchar aquello..

  2. Yo le hubiera dicho sí le compro la lápida pero le pone su nombre y apellidos y con un epitafio que diga: AQUI YACE MI ALMA Y MI DIGNIDAD LA VENDÍ POR UN PUÑADO DE EUROS.Si es que hay gente para todo que sinverguenza.Un beso Carlota

  3. Desde siempre el tema de los muertos ha sido negocio de “vivos”. Se ve que el enterrador andaba desesperado porque todavía no había hecho cuota aquel año. (Cuestión de marketing, amiga Carlota).

    Hicisteis bien, una colleja a tiempo para evitar tanta molestia. En fin, lo mejor es echarle tierra al asunto.

    Saludos.

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