LA ÚLTIMA PLAYA

El hombre arrastra su pesada carga penosamente, su paso es lento como el de un caracol y al igual que éste deja un rastro tras él. También como el diminuto molusco; carga sobre las espaldas su casa, acarrea todos sus enseres a modo de mochila. Juan camina hablando entre dientes. Ha accedido al capricho de su mujer de recorrer el camino hasta el siguiente pueblo bordeando la playa. Él hubiera ido, como siempre, por la carretera que discurre paralela al litoral, muy cerca de donde ahora están. Le fastidia tener que andar por un terreno tan movedizo en el que a cada paso, sus pies se hunden en la arena y cientos de partículas se le introducen dentro de los desgastados zapatos. Camina a unos diez metros por delante de María, con la mirada puesta al frente; como si eso hiciera que el pueblo se acercara más aprisa.

Son dos vagabundos ancianos que se dirigen a uno de tantos pueblos que salen a su paso, por su avanzada edad prefieren los lugares habitados para pasar la noche, la cúpula celeste ya no les resulta acogedora, los fantasmas que anidan en sus huesos les juegan malas pasadas.
Ella no hace caso del refunfuñar de su compañero, está acostumbrada a ese carácter irascible, a su mal humor. María se ha quitado el calzado y anda sobre la fina arena recordando cómo lo hacía de niña. Su paso es lento, cosa por la que Juan le recrimina reiterativamente. María no quiere perderse ni un detalle de la magia espectacular que la envuelve, desearía que el tiempo se parara y que las cosas permanecieran inmóviles para siempre como en una pintura fresca a la acuarela; donde la belleza de los trazos, la luz y el color, no cambian nunca y permanecen inalterables.
El sol está muy bajo y el murmullo de las olas, monótono y sin estridencias al no hallar resistencia en la playa, se convierte en una música sorda y grave, como un ronroneo que adormece. Las gaviotas salpican de notas agudas la sinfonía del mar poniendo color al ritmo repetitivo del agua. Las olas llegan y dejan regalos de espuma en la orilla, parece que la voluntad del mar es ganar terreno, su incansable vaivén sugiere el intento eterno de avanzar más y más.
Los pies de María encuentran de vez en cuando pequeños obstáculos en los caparazones vacíos de moluscos multicolores que aparecen y desaparecen con cada ola. Siente el frescor del agua cuando la sombra húmeda que deja la marea es alcanzada por su paso, notando un cosquilleo que sube por las pantorrillas y acaba a mitad de camino hacia las rodillas. María vive todo eso como un regalo de la Naturaleza y lo agradece abriendo sus sentidos, agudizando cuanto puede su percepción sensorial para empaparse a través de cada poro de la piel del maravilloso bálsamo de la vida en su máxima expresión.
Juan, a lo lejos, parece que maldice, pero ella no lo escucha, de sobras conoce sus palabras, así como sus verdaderos sentimientos.
Es una tarde de Septiembre, el verano ha dejado paso a ese intermedio que hay hasta la llegada del otoño en el que el paisaje marino parece aletargado, como si todo se ralentizara. El sol es tibio y algunas tímidas rachas de aire forman remolinos en la arena que se quedan en intentos de emborronar a la vista el azul del mar. Las gaviotas se concentran en un punto de la playa, se llaman unas a otras y se dan las consignas para la larga marcha de su éxodo hacia tierras más cálidas. Muchas de ellas, indecisas, revolotean en círculos en la altura sin saber a ciencia cierta a qué grupo unirse en el viaje.
María no pierde un solo detalle mientras camina, casi no se acuerda durante unos minutos del agudo dolor que sufre en lo más intimo de su anciano cuerpo. Tampoco es consciente de que su aliento no acompaña el ritmo de los pies, jadea penosamente y su mano presiona el vientre amortiguando las punzadas intermitentes del dolor.
Juan se ha parado y la observa enojado por la lenta marcha que lleva, dice algo desde lejos pero la distancia se ha ido ampliando poco a poco y su voz es absorbida por el murmullo del mar.
Ella deja de caminar y se sienta en la arena frente al mar. Apoya las manos en las rodillas y embelesada observa las olas a lo lejos, blancas las crestas; como borregos lanudos que en manada se acercan a la carrera. Restriega los ojos contra las mangas de su jersey y enjuga las lágrimas que le resbalan por el rostro. Una doble emoción le invade el ánimo estallando en un torrente incontenible de llanto; la majestuosidad del paisaje y la convicción ,ya, de que el dolor que la acompaña desde hace tanto tiempo llama a su puerta con más insistencia que nunca, por última vez.
Juan vuelve sobre lo andado, por el gesto de su caminar denota enojo. La pesada carga de cachivaches sin valor que acarrea sobre la espalda ha quedado más atrás, abandonada en el suelo.
-Mujer ¿qué haces?, estamos a dos pasos del pueblo ¿porqué te paras ahora? Se nos va a echar la noche encima.
-No tengas tanta prisa, siéntate a mi lado-responde ella tratando de calmarlo.
-¿Sentarme para qué? ¡Venga, levanta y vamos, que ya solo queda otra playa y estamos en el pueblo!
-Ya no queda ninguna playa más-responde con aire de abatimiento.
-¿Qué dices? ¡Ya estás con tus tonterías de siempre, allí enfrente hay otra, la última!
-Para mí no, esta es mi última playa, Juan- responde María mirándolo cara a cara con sus verdes ojos cristalizados por las lágrimas.
El hombre percibe que María habla más en serio que nunca. No responde y se sienta al lado de ella. Quedan los dos mirando el mar; callados. Juan no se atreve a preguntar más por miedo a la respuesta, sabe que ella se queja de fuertes dolores desde hace años, pero que está acostumbrada a esa situación y sabe sobrellevarlo con dignidad admirable. Juan tiene la esperanza de que esta sea una ocasión más en las que un breve descanso hace que se reponga y supere la crisis, para luego seguir el camino.
Caminan juntos a ninguna parte desde hace cuarenta años. Se encontraron deambulando errantes de un lugar a otro como seres desubicados, almas en pena por motivos distintos y una misma condición; la adversidad, el caprichoso azar que injustamente reparte los destinos entre las personas.
Juan es un hombre tosco, irritable y primario, pero ella lo conoce y sabe que en el fondo de ese caparazón superficial se esconde la ternura de un niño atrapado en una vida torturada.
María cometió un error en su juventud y ha tenido que pagarlo injustamente con una vida desgraciada, como si de una penitencia se tratara. María es un ángel de luz radiante, transparente como el agua del rocío. Ella es más verdad que las falsas normas sociales que la condenaron a una existencia de desarraigo de los afectos familiares. No tenía más de quince años cuando lo que creyó amor verdadero se cruzó en su camino y fascinada sucumbió al engaño del que no sentía otra cosa que pasión pasajera. María abrió su puerta ingenuamente al visitante nocturno que llamó con la fuerza seductora de promesas, de palabras que despertaban dulces sueños y dejó un espacio en su corazón a la esperanza, ilusionada como la niña que era, pero el visitante no habitó en su corazón sino que alojó la pesada carga del deseo que lo trajo hasta ella en su vientre, para marchar luego furtivamente amparado en la sombra; como vino. Victima de la incomprensión, insultada y humillada, desapareció para siempre y su camino se llenó de espinas que la hirieron en lo más hondo de su ser.
Un día, sola en su andadura, descubrió con horror que su vientre reventaba negándose a albergar dentro de él el único vínculo al que estaba ligada. Su carga quedó sepultada en el camino bajo un montón de tierra que sus manos arañaron con furia, mientras el dolor físico y el de su espíritu pugnaban en una batalla por ser el principal motivo de su desesperación.
Juan es el celoso guardián de su único tesoro: María. Un hombre forjado en la desdicha desde que la mala fortuna le dejó desamparado siendo un niño. Se aferra a su compañera con toda su alma, ella le da autenticidad como hombre, la hace sentirse amada y protegida. Ella conoce el sufrimiento interno de Juan por su falta de expresividad, nunca le ha dicho “te quiero”. Él es incapaz de vocalizar una emoción y se siente enjaulado en su propio malentendido; cree que demostraría debilidad si lo hiciera y está condenado por sus prejuicios a la contención, reprime tercamente su deseo de decirle que sin ella su vida no vale nada, que ella es su guía, su alma. Quisiera decirle tantas cosas, pero no sabe hacerlo y nota como si algo se pudriera dentro de él irremediablemente. Sus sentimientos reprimidos estallan en ocasiones coléricamente y es entonces cuando se desahoga diciendo lo contrario de lo que su corazón le dicta y se culpa interiormente por ello, se resulta odioso a sí mismo, brutal, pero como en un círculo vicioso del que no puede escapar; una y otra vez se manifiesta de la misma forma.
Juan no puede ser de otra manera y se detesta por ello mismo.

-Mira Juan , ¿hay algo más hermoso que esto?
-¿El qué?-responde él cabizbajo.
-El mar, los pájaros el cielo… ¿no lo ves?, es una maravilla que está al alcance de nuestros ojos, podemos disfrutarlo juntos. Dame tu mano, quiero que tú también lo sientas.
-María, no estoy yo ahora para esas cosas ¿qué te pasa?, te he visto llorando ¿te duele mucho?
-Si, más que nunca-le contesta ella apretándose el vientre y aguantando las punzantes embestidas que no cesan.
-Pero se te pasará mujer, ya lo verás. Dentro de un rato, cuando descanses…
-No Juan, no puedo más, esta vez es peor que nunca. Aprieta mi mano, no te alejes de mí.
María cae hacia atrás semi desmayada; sin fuerzas, él impide que lo haga bruscamente sujetando su espalda con delicadeza.
-¡María ponte bien, no me hagas esto ahora! Te ayudaré a levantarte y si tengo que llevarte en brazos lo haré, te llevaré al médico en el pueblo y verás como no es nada, mujer.
-No me muevas por favor, quiero quedarme aquí; en mi última playa, contigo. Quiero sentirte cerca, que me digas lo que sientes por mí. Solo necesito eso para irme sin miedo.
-¡Pero que estás hablando!, ¿irte a dónde?, ¡no me vengas con malos pensamientos, no quiero oírte si me hablas de eso!-Juan tapa sus oídos con las palmas de las manos, como un niño.
-Quiero escuchar de tus labios cómo dices que me quieres, nunca me lo has dicho.
-¡Si ya lo sabes! Te lo he dicho muchas veces María.
-Pero no con esas palabras, ¿por qué te cuesta tanto decir lo que sientes?, ¿por qué te niegas a ver la belleza?
-No me niego, yo veo todas esas cosas que tú dices.
-Pero no lo expresas-María habla en un tono casi susurrante.
-Yo no necesito todo eso que tú tanto admiras, yo lo veo, pero de otra manera.
-¿Qué manera, dónde?
-Cuando necesito sentir todo eso tan hermoso, tan bueno …-a Juan se le quiebra la voz, no puede reprimir las lágrimas que le resbalan por su duro rostro-…cuando quiero ver la belleza esa que tú dices…- hace un esfuerzo por continuar pero la con
goja le aprisiona la garganta y se detiene una vez más.
-Continua, no te detengas ahora, dame tu mano y yo te daré fuerzas-María no renuncia y enternecida espera.
Juan sujeta con fuerza la mano de María y toma aire antes de continuar.
-…cuando tengo necesidad de ver lo más hermoso, lo más puro miro en tus ojos, para mí la belleza está ahí, todo lo demás me sobra.
María da un hondo suspiro, le falta el aire. La emoción le atenaza la garganta pero atenúa algo el dolor. Cierra los ojos y aprieta la mano de Juan, para aflojar después la presión poco a poco hasta quedarse inmóvil. Juan mira al cielo al tiempo que exhala un alarido brutal; como si le hubieran atravesado el corazón. Las gaviotas emprenden el vuelo, sobresaltadas y el paisaje cambia al instante; las olas encabritadas llegan amenazadoras a la orilla horadando la arena, parece que el mar quisiera desbordarse. El cielo se cubre de espesas nubes grises y el viento tiñe de arena el espacio.
Juan, con la cabeza clavada en la arena, llora sin soltar la mano inerte de María mientras repite como desquiciado:- “¡te quiero, te quiero, te quiero…!”- una y mil veces.
Debajo de María, la arena se empapa de su sangre y todo se vuelve de color rojo para Juan que se levanta espantado y corre en todas direcciones con los brazos abiertos, como buscando el alma de María para atraparla antes de que se esfume. Vuelve junto al cuerpo desmadejado y se arrodilla para abrazarlo, mientras llora desconsolado.
El ocaso ha comenzado.
.

FIN

2 comentarios sobre “LA ÚLTIMA PLAYA”

  1. Excelente relato. Escrito con oficio. Bien llevado y muy buena narración. Se nota que no es lo primero que escribes y que ya llevas tiempo en esto.
    Consigues causar empatía en quien lo lea pues cualquiera se puede identificar con la situación. Excelente la imagen rojiza del final.

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