UN MÓVIL QUE TE CAGAS

La Gran Superficie está a reventar, faltan escasos días para el pistoletazo de salida hacia el lugar de vacaciones de casi todo el mundo, y esa cantidad de masa humana se encuentra allí, devorando con la vista, los miles de artículos expuestos. Carrito en mano, un río de ansiosos consumidores, se mueve frenético de un lugar a otro, atropellándose mutuamente, dificultándose la labor. Se aprovisiona de cuanto puede, todo vale: una linterna, diez quilos de patatas…una lata de aceite para el motor de su coche… ¡lo que sea!, pero sobre todo; cerveza, mucha cerveza para aliviar la insoportable sed que provoca el mes de Agosto.
Vicente, es uno de tantos. Confundido entre la multitud, se dirige con paso firme a cumplir con un objetivo: Robar un “móvil” de los expuestos en las estanterías del stand de telefonía. No le resultará muy difícil, días atrás, se dedicó a observar con el fin de hacer una valoración aproximada de las posibilidades de éxito en su hazaña. Los aparatos en cuestión, no están bajo llave, aunque permanecen en una vitrina de cristal debajo del mostrador, fuera del alcance de la mano. No es complicado echarles el guante en un despiste del dependiente mientras atiende a alguien. De manera que, no lo pensará dos veces, es cosa de contener los nervios, templarse…y actuar.

Se acerca despacio al Stand de los teléfonos y comprueba que (milagrosamente) no hay nadie que atienda al público, ningún curioso. Solo él, todo para él. Se acerca mas hasta tocar con las rodillas el mostrador transparente que le queda a la altura de la cadera. Sabe lo que quiere, ya le echó el ojo a uno de los modelos días atrás cuando estuvo allí mismo para reconocer el terreno. No tiene más que doblar su cuerpo hacia delante y alargar un brazo. Lo hace sin pensar más. El aparato ya está en su mano. Mira en varias direcciones comprobando que nadie repara en él. No hay ningún guarda de seguridad a la vista. Perfecto. Introduce el móvil en un bolsillo del pantalón y comienza a alejarse del lugar del “crimen”.
– ¡Hombre!, ¿Qué haces por aquí, Vicente?- un compañero suyo de trabajo, casi choca frontalmente con él.
– Ho…hola Rafa, perdona, iba distraído- balbucea desconcertado.
– ¿Qué, haciendo las compras de vacaciones?
– No, bueno…sí, en realidad quería comprar un televisor portátil, pero no me ha convencido ninguno de los que he visto. Tendré que ir a otro centro comercial.-dice, por decir algo.
Su compañero ya se marchaba. Arrastra un carro tan exageradamente cargado que tiene que hacer esfuerzos sobrehumanos para conducirlo derecho.
-¿Qué, de vacaciones al apartamento, no?- Pregunta Vicente por aparentar normalidad, una vez recuperado del sobresalto.
-Pues si, como cada año. ¿Qué vas ha hacer?, es lo que mas barato me sale. Como no tengo que pagar alojamiento; las vacaciones me salen “tirás” de precio.
-Afortunado tú, que tienes una propiedad en la Costa.
-¡Hombre, tú tampoco lo tienes tan mal! Con tu caravana en el camping lo debes pasar bien, ¿No?
-Si hombre, no se está mal del todo.
-Bueno,-Cambió de tercio el compañero bruscamente-¿Nos tomamos una cervecita para celebrar nuestro primer día de vacaciones?
-¡Venga!, ¿Por qué no?
Se acercaron hasta el bar que estaba a unos pasos.
-Dos estrellas- Rafa, adivinando el gusto de su compañero, se adelantó a pedir por ambos.
El camarero termina de secar un vaso con la bayeta en ese momento y mira de forma enigmática a Vicente: “Ya te daré yo tu merecido, cabrón –piensa para si mismo- Charles Bronson no perdona tan fácilmente, por algo soy el Justiciero de la Ciudad”
Él intuye que esa mirada no es casual, es una mirada inquisidora que le intimida.
Luego, el camarero manipula durante unos segundos por debajo del mostrador. Por su postura se puede adivinar que abre la nevera de puerta horizontal corrediza, saca una botella de cerveza, luego otra, acerca dos vasos de la estantería que tiene a un lado, descorcha dos veces…y sirve primero a Rafa. Acto seguido (con movimiento rápido de manos, pero imperceptible para los amigos) vierte el contenido medicinal de un gotero, en el botellín destinado a Vicente. Se trata de un potente laxante que el camarero-psicópata tiene escondido para ocasiones en que deba administrar justicia y esta es una de ellas ya que ha sido testigo de la acción perpetrada por Vicente
Con las prisas, el apretón es lo suficientemente fuerte como para que salga del tubito de plástico todo el contenido de laxante.
Sirve la bebida sin mostrar gesto alguno de animadversión hacia la victima, con la mayor naturalidad. Pero en su cabeza suena regocijante una frase:” Vas apañao, te vas a ir como los mirlos. ¡Que te jodan!”. Para decir a continuación en voz alta:
-Servido, Sr.
-Gracias- contesta por rutina Vicente.
Ninguno de los dos compañeros ha advertido nada extraño. Luego, beben y charlan animadamente sin más preocupaciones.
Una vez concluido el ritual de la bebida, Rafa se adelanta de nuevo y saca un billete de 20 euros con el que paga las consumiciones.
Ambos han dejado sus respectivos vehículos estacionados en el parking subterráneo del edificio, por lo que marchan juntos .Una vez allí, terminan por despedirse hasta la vuelta al trabajo, deseándose buenas vacaciones. En la misma entrada toman caminos opuestos para dirigirse hasta sus coches. Vicente ve alejarse a Rafa arrastrando penosamente su carrito en dirección al maletero de su vehículo.
El Suzuki Baleno de Vicente, es el que se encuentra mas cerca, está a pocos metros de él. Saca el llavero y acciona el cierre automático de las puertas desde donde está. Los cuatro intermitentes parpadean, acompañados de la característica musiquilla.
Deja de andar, se queda quieto, como clavado al suelo. Un gesto de dolor le recorre la cara haciendo que apriete los parpados a la vez que la línea de la boca se ensancha hacia las orejas. Se echa mano al vientre a la altura del ombligo al tiempo que en lo más profundo de su aparato intestinal siente como si una aguja de hacer calceta le atravesara las tripas.
El llavero cae al suelo, involuntariamente lo deja abandonado. Sale corriendo hasta la puerta del ascensor que permanece en esa planta, se introduce en el y presiona el botón del nivel superior. Los pocos segundos que tarda el aparato en llegar a su destino se le hacen eternos, pues tiene que hacer esfuerzos titánicos por controlar la avalancha de líquido y heces que presiona con furia desde su interior buscando una salida. Los muslos comienzan a enramparse debido a la tensión a que están sometidos. Las piernas corren solas, por inercia, pero toda la atención de Vicente está concentrada en un solo punto: el ano. Necesita a toda costa mantenerlo firme, cerrado a cal y canto durante los metros que le quedan para llegar al servicio de caballeros.
El torrente acuoso aumenta por momentos y la violencia con la que arremete, augura tener éxito en su propósito. Nota como, a pesar de su desesperado esfuerzo, parte del contenido le resbala por los muslos. De alguna manera se ha producido una fisura por donde amenaza ya el peligro de escape total al exterior.
Sin ser consciente de los obstáculos que haya en el camino, se encuentra por fin dentro del retrete con la puerta cerrada de un violento codazo.
Baja los pantalones, arrancando el botón que une la cintura, hasta sus rodillas, y se sienta. La taza queda decorada de gotelé marrón. El sonido de la desesperada evacuación puede oírse a bastantes metros de distancia, pero no le importa. Queda inmóvil, el semblante relajado y cubierto de un sudor frío. Las piernas le tiemblan, está extenuado por el esfuerzo de reprimir la maldita diarrea.
-¡Diosss…que pinchazo tan terrible! Creí que me moría. ¡Maldita cerveza de mierda!
Está tan agotado que se queda allí, sentado. Acerca el hombro derecho a la pared y luego la cabeza, notando con alivio en la sien el frío de las baldosas de la pared.
Cierra los ojos y sin darse cuenta, se queda dormido.

Vicente comienza a soñar.

El camarero que minutos atrás le sirviera el nefasto brebaje, está frente a él en un oscuro pasillo del centro comercial, cortándole la retirada. El huye después del robo del teléfono móvil. El camarero viste uniforme de guarda jurado, lo mira amenazadoramente al tiempo que se le acerca. Porta algo en su mano derecha. No está seguro de lo que es, pero le parece adivinar que se trata de un arma blanca; alargada como un sable, o un pincho. Quiere retroceder, pero una pared a su espalda, que antes no estaba, le impide escapar. Siente como se le aflojan las rodillas y los pies parecen fundirse en un fango apestoso. El camarero-jurado se acerca más. Vicente deja escapar un grito de terror cuando nota como el arma atraviesa su vientre.

Despierta.

El dolor continúa en el punto exacto en que quedó interrumpido en el sueño. Su esfínter vuelve a palpitar convulsivamente vaciando otra carga de material.
Frenético, busca el interruptor de la luz hasta conseguir salir de la oscuridad. El sistema eléctrico del aseo hace que se apague el pequeño fluorescente cada 5 minutos, habiéndose accionado automáticamente mientras dormía. A continuación echa un vistazo a la taza del vater, incorporándose con dificultad. El pánico hace que abra los ojos exageradamente. Grandes coágulos de sangre, flotan mezclados con los excrementos, las salpicaduras ya no son marrones, el rojo de la sangre lo sustituye.
Piensa que corre el peligro de desangrarse si continúa allí, si le sobreviene una nueva convulsión tal vez sea solo sangre lo que evacue y entonces se quede sin las fuerzas necesarias para ir en busca de ayuda. Consigue levantarse, se sube el pantalón y mientras lo sujeta con una mano, con la otra intenta accionar el pomo de la puerta para abrirla.
El pomo no responde, suena un “clic”y luego, nada más. Está trabado. Nervioso, golpea con fuerza con su propio peso dejándose caer de hombro. Nada, la puerta no se abre.
Vuelve a intentarlo en varias ocasiones de distintas formas, golpeando con su cuerpo o pateandola…pero es imposible abrirla. Su propia debilidad refuerza aún más la robustez de la puerta.
Luego cambia de táctica, dándose por vencido en los intentos de derribo, por lo que opta por gritar desesperadamente con la esperanza de que alguien le escuche y acuda a socorrerlo.
La fatalidad se ceba en él, no sabe el tiempo que ha estado durmiendo, pero ha sido el suficiente para que el centro comercial cerrara sus puertas hasta la mañana siguiente. No hay nadie. Está solo en ese apestoso cuartucho, rodeado de su propia inmundicia. Atrapado.
La luz vuelve a apagarse pero Vicente ni siquiera lo advierte, hay algo que reclama más su atención: nota la presencia de un cuerpo extraño que le impide juntar los muslos, justo por debajo del ano. En un principio, cree que se trata de una porción de excremento lo suficientemente sólida como para haber escapado al efecto del laxante. Le extraña lo compacto que es. Instintivamente lleva una mano a la entrepierna para palpar y salir de dudas. Es como una bolsa gelatinosa, caliente. Impulsado por un mal presagio, abarca con la mano toda esa masa y tira hacia abajo para hacer que se desprenda. Lo suelta inmediatamente al tiempo que expulsa un alarido. De nuevo, la aguja de hacer calceta se clava en sus entrañas produciéndole un dolor agudo que casi le hace perder el conocimiento. Presa de un gran histerismo, rebusca por las baldosas de la pared, con la mano abierta tratando de localizar el interruptor de la luz. Cuando lo consigue, lo primero que hay ante sus ojos es la mezcla sanguinolenta esparcida por la pared, formando un mural surrealista y patético.
Luego, curvando la espina dorsal hacia delante, consigue ver la punta del colgajo que tiene entre las piernas, a la vez que una nueva riada liquida baja en dirección a sus tobillos. En ese momento comprende que su muerte es algo bastante más que una posibilidad, teme no salir con vida de allí. El espectáculo no puede ser peor: está en el epicentro de una orgía de sangre e inmundicias y cree firmemente estar presenciando su propia descomposición.
En su locura, solo ve una posibilidad de salvación; volver a introducir la porción de paquete intestinal que la salvaje diarrea, con sus espasmos, ha desalojado al exterior de su cuerpo, realojarlo en el lugar que le corresponde con la esperanza de que remita la hemorragia, y si aún le queda en el organismo la suficiente sangre y resiste hasta que por la mañana abran de nuevo el centro comercial, alguien le lleve al hospital mas próximo para que le atiendan.
Acerca las dos manos con cuidado a la zona afectada y comienza lentamente a presionar hacia arriba. Siente un dolor agudo pero es soportable, nota con alivio que la masa se introduce con facilidad, reubicándose de nuevo. Toma aire, hace otro intento. Ya casi ha conseguido su propósito, cuando un nuevo espasmo en el bajo vientre le provoca otra andanada liquida, esta vez, casi sin dolor. Tal vez porque sujeta con las dos manos su propio intestino.
Firmemente decidido, vuelve en su empeño, pues sabe que tal vez no tenga otra oportunidad. Presiona con la suficiente fuerza esta vez, como para que de un solo empujón, el apéndice entre en su lugar de origen. Suelta aire acompañado de un entrecortado gemido, apretando a continuación una pierna contra la otra para cerrar el orificio anal por completo. Luego palpa entre sus ropas buscando cualquier cosa sólida que le sirva. Solo algunas monedas sueltas en un bolsillo del pantalón, en el otro; un teléfono diminuto de última generación.
No lo piensa dos veces, sujeta el aparato con la punta de los dedos pulgar e índice a modo de supositorio, y lo acerca hasta notar el contacto frío del plástico. Cuando el pequeño ingenio electrónico se abre paso en lo más intimo de Vicente, este siente una agradable sensación de alivio
Su intención no es otra que servirse del móvil a modo de tapón, por lo que vuelve a presionar un poco más hasta llegar a introducirlo en su totalidad. Experimenta la misma sensación que cuando nos administramos un supositorio, esa engañosa impresión de que una vez dentro, algo tira hacia arriba obligándole a entrar más deprisa; como si lo absorbiéramos.
El teléfono está dentro del intestino, quiere atraparlo antes de que se introduzca por completo, pero ya es tarde. El artefacto, una vez traspasa la estrecha barrera, accediendo a una cavidad más amplia, gira sobre sí mismo quedando en posición transversal, por lo que es imposible alcanzarlo con la simple manipulación de los dedos. “Por lo menos, servirá de tapón para no desangrarme”, este pensamiento le consuela dándole algo de esperanza.
Una frustración infinita se apodera de Vicente. Sabe que nadie acudirá en su ayuda durante horas por lo que tiene muchas posibilidades de no superarlo. La falta de fluido vital en su organismo le está haciendo mella, comienza a perder campo visual, apenas distingue con claridad sus propias manos al acercarlas a la cara.
Su mente parece difuminarse poco a poco, mermando la capacidad de razonar, ya no piensa en buscar soluciones, simplemente está comenzando a abandonarse aceptando su suerte como algo inevitable. Vuelve a sentarse en la taza del vater, pero esta vez se recuesta hacia atrás apoyando la espalda y coronilla en la pared. Deja caer los brazos y cierra los ojos. Se entrega.

Cuando derriban la puerta a la mañana siguiente, alertados por la empleada de la limpieza, sigue en la misma posición, con la diferencia de que hace horas que su vida se ha escapado por el retrete.

Los excesivos restos de laxante encontrados por el forense al practicar la autopsia hacen suponer que se trata de suicidio, lo que no acaba de encajar es la presencia del pequeño teléfono. Por otro lado, la policía es incapaz de encontrar prueba alguna que avale la sospecha de homicidio pues no hay móvil aparente en el caso. Solo un “MÓVIL”; pero de otra índole.

2 comentarios sobre “UN MÓVIL QUE TE CAGAS”

  1. Humor bellaco,zafío, escatológico, irreverente o quizá guarro. Estos serían los califactivos de algún carpetovetónico en la linea Ratzinger-Z, Ansar y cía. Es un texto de humor con una ironía fina a pesar del contenido escatológico que no se puede esconder. Es para leerlo en el excusado. Buen oficio, jugando con las palabras y la semántica. Felicidades.

Deja una respuesta