LA SILLA DE GAUGUIN

El otoño ya está avanzado en Madrid y los árboles del paseo del Prado aparecen envueltos en la neblina . Me he acercado con mi hijo al Museo Thyssen para ver la exposición sobre Gauguin y los orígenes del simbolismo. Según he leído unos días antes, se trata de una muestra que reúne cerca de doscientos cuadros de Gauguin y otros artistas de su tiempo: van Gogh, Cezanne, Bonnard, Degas, Pisarro, Bernard…

una invitación a descubrir a través de estas obras maestras el diálogo, a veces turbulento, del impresionismo de finales de siglo IXX con las nuevas corrientes pictóricas que, al alejarse progresivamente de la representación objetiva de la realidad, anuncian la llegada del arte contemporáneo.

Mientras avanzamos con parsimonia entre las obras expuestas, una infinidad de formas y colores se despliegan ante nosotros: árboles que extienden hacia el sol invernal sus ramas oscuras cubiertas de nieve, paisajes urbanos que se desperezan con la suave brisa de la primavera en el norte de Francia, una pequeña durmiente junto a la que parece montar guardia un estrafalario muñeco que mira con descaro al espectador, bailarinas, cuerpos desnudos junto a un estanque, niñas bretonas con cofias blancas que danzan cogidas de la mano, tipos exóticos de la Martinica en los que se asoma un primitivismo incipiente, retratos, más paisajes…y un poco más allá, la estrella de la exposición, una obra sorprendente que fue saludada por la crítica de su tiempo como el manifiesto del simbolismo en la pintura: un grupo de mujeres sobrecogidas ante la visión del combate entre Jacob y el ángel, sobre un fondo bermellón intenso que acentúa el carácter sobrenatural de la escena.

Seguramente hemos visto ya lo más destacado de la exposición. Pero continúo adelante y, al entrar en la sala siguiente, me encuentro de improviso frente a un cuadro que me hace olvidar durante un buen rato a todos los demás; se trata de “La silla de Gauguin”, obra realizada por van Gogh durante el período en el que ambos artistas trabajaron juntos en Arles . Representa una silla de madera, sobre la que reposan unos libros y una palmatoria con una vela encendida. El atormentado Vincent trata tal vez de evocar en esta humilde composición al amigo que se ha alejado de él, rompiendo en mil pedazos su sueño de crear una comunidad de artistas en la casa amarilla de Arles. Sin embargo, lo que a mí me fascina del cuadro es la forma en la que unos objetos tan vulgares irradian esa energía misteriosa que nos alcanza en lo más hondo. Su contemplación transmite la certeza de que para este holandés apasionado no existen distintos niveles de interés en el mundo que le rodea. Tan intensa es la fuerza que hace vibrar lo que pinta cuando se empeña en llevar al lienzo, por medio de poderosas pinceladas ondulantes, el cielo nocturno de la Provenza cuajado de estrellas, como cuando representa el interior de un café provinciano, su mísera habitación o una simple silla.

Todavía nos quedan por ver bastantes cuadros, pero yo paso distraído junto a ellos. No puedo evitar pensar que una buena parte nuestra existencia está construida a base de ingredientes que a primera vista parecen insignificantes: vamos, venimos, hacemos esto o lo otro, nos impacientamos o nos contentamos. De vez en cuando, nuestra vida se encrespa: es un gran empeño o un grave problema el que reclama nuestra atención, haciéndonos sentir que nos ocurren cosas de importancia. Sin embargo, no vivimos menos en unas situaciones que en otras; las pequeñas cosas de cada día nos pertenecen de igual forma que la hora culminante en la que adivinamos al porvenir abriéndose paso hacia nosotros. En la trama de nuestro existir, se entrecruzan de forma misteriosa lo vulgar y lo extraordinario, la proximidad y la infinitud.

Salimos del museo. Mucha gente se arremolina en la entrada del viejo caserón de ladrillo rojo. Al otro lado de la calle, se oyen las risas de unos niños que corren entre los árboles y una señora tira con fuerza de un perrito que ladra nervioso. La luz de la tarde, al abrirse paso entre la niebla, se quiebra en mil reflejos dorados…

Carlos Montuenga
Doctor en ciencias

Deja una respuesta