La venganza de Said: I parte

Abdellah estaba enfadado ese día. Los diamantes no llegaban y no había dinero, el armamento escaseaba. Le pareció que aquel alemán intermediario le tomaba el pelo, así que no tuvo otra salida que pegarle un par de tiros. Tuvo ganas de cortar su cuerpo asquerosamente blanco en trocitos, pero se contuvo. Su jefe habría estado contento, pero a él no le gustaban todos esos espectáculos. Cómo le habían enseñado de niño, el sólo mataba cuando alguien le faltaba el respeto: era su recompensa por el trato que le daban. Con una buena metralla te respetaba todo Dios, eso si que lo había aprendido. Harán lo que él tuviese en ganas de mandar, y el que no, a tomar por culo.

Llegó a la pequeña choza donde se arremolinaban los niños soldados. La poca luz que entraba hacía parecer aquello un pequeño establo abandonado y lleno de mierda, pero en cuanto el gritara, docenas de ojos blancos en pares se abrirían una vez más y se levantarían a su presencia. Así lo hizo, y en cinco segundos cada uno de ellos se erguía con el pecho alto ante él y con la mirada perdida.
– ¡A ver, hoy nos instruiremos en matar de verdad, se acabaron las boberias de disparar hacía sacos de heno!
Mientras gritaba lanzaba pequeños salpicones de saliva que iban a parar a la cara de los niños. Sus rostros reflejaban ausencia, como si ya no fuesen niños, sino máquinas preparadas para matar. El más fuerte de ellos, Said, el que había incluso matado anteriormente , era el único de todos ellos que entendía que hacía. Sus instructores le habían dicho que matar por ellos era de valientes, pero el disparaba a su pesar y esperaba escaparse algún día. A su vez, el más pequeño de todos, el que hallaba a su lado, entendía de alguna manera que era lo que hacían. Y a veces, solo en ocasiones, lloraba de noche con un llanto ahogado que sacaba de quicio a todos. Pero ninguno de ellos lo decían, quizá eso les hubiese costado la muerte.
– ¡Iremos al pueblo más cercano a nuestro campamento y mataréis a todos esos seguidores cabrones del gobierno, a todos y cada uno de ellos!, ¿me entendéis?, ¡A TODOS!
– ¡Si, señor!

El todoterreno avanzaba a trompicones por el camino surcado de baches y piedras. Todos los niños cantaban y alzaban sus armas, les habían enseñado a dar la cara, a matar a bocajarro sin esconderse, a sentirse felices por sus actos. Eran simuladores sin inocencia que no sabían que hacían, sus corazones solo bombeaban rabia. Cada persona que mataran moriría por un odio desconocido que corría por sus venas.
Todos menos Said. Él también alzaba tu arma, pero observaba pensamiento el paisaje que los rodeaba. Saltar del coche en aquel momento era un riesgo total. A lo más, Abdellah le pegaría un tiro. Si escapaba, en cambio, se perdería por la sabana, sin comida ni cama. Quizá sirviese de comida a algún jaguar, pero nada más.
– Todo está perdido…- susurró. No lloró, en cambio. Las lágrimas las había ido dejando por el camino.

Llegaron a un paso de tierra. A unos cien metros, a la izquierda, se veía un pequeño grupo de casas de paja, con viejas sentadas a su umbral y chimeneas escupiendo humo viejo. Abdellah subió el volumen de la música al tope, y empezó a gritar.
– ¡Muerte!, ¡muerte!, ¡muerte!-
Los niños empezaron a gritar a su tono. La sangre se les calentaba poco a poco, su rabia aumentaba por momentos. Las venas, hinchadas, parecían querer atravesar la piel de sus caras. Agarraban sus metrallas con fuerza y listas para disparar. Su estado era el cenit de su rabia, sus corazones palpitaban a doscientos por hora y su odios chirriaban un zumbido que les enfada aún más: justo todo lo que Abdellah quería que sintiesen.
A pocos metros del pueblo, la vieja sentada empezó a gritar alocadamente. La gente la miró, primero a ella y luego a los todoterrenos que se acercaban. Empezaron a correr, despavoridos, pero ya era demasiado tarde para todos ellos.
La primera persona en caer fue aquella anciana. Abdellah apuntó a su frente y rió al ver la sangre saltando y manchando la tierra. Uno a uno los niños bajaron y empezaron a disparar todo lo que veían. Sus cuerpos apenas soportaban el peso de los tiros, y todos sus huesos vibraban a cada tiro. Said bajó y miró hacia Abdellah. En ese momento no hacía nada y estaba despistado, un tiro certero lo tiraría al suelo. Pero los demás jefes miraban y sería imposible. Además, si veían que no mataba lo matarían a él, así que disparo a un hombre anciano al que también dispara otro de aquellos chicos, esperando que sus tiros no fuesen los que certeramente lo mataran.

Un comentario sobre “La venganza de Said: I parte”

  1. Un relato duro de leer por lo que transmite. Más duro pensar que lo que relatas y los niños de la guerra es una realidad.

    Si una guerra es terrible, que terrible es una infancia arrebatada por la guerra.

    No a la guerra.

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