Las hojas secas

Oh ! je voudrais tant que tu te souviennes
Des jours heureux où nous étions amis.
En ce temps-là la vie était plus belle,
Et le soleil plus brûlant qu’aujourd’hui.
Les feuilles mortes se ramassent à la pelle.
Tu vois, je n’ai pas oublié…

En el parque hay viento pero brilla el sol, un sol que quizá sea más tibio de lo que solía serlo a estas alturas del año.

Noto un crepitar: no es el murmullo del viento en los árboles, como cuando las hojas están verdes; es el sonido que desprenden las hojas secas que todavía no han caído de las ramas.

Al fondo, el viento juega con las hojas caídas. Hay un grupo de ellas que, en la distancia, se asemeja a una manada de bisontes en estampida. Van, vienen, giran modificando su trayectoria, son juguetes del viento.

No me gusta llamarlas, como en la canción, hojas “muertas”. No sé la razón, pero prefiero llamarlas hojas secas. Quizá no me gusta considerarlas muertas porque con ellas pueden hacerse composiciones en cuadros pegándolas sobre cartulina y enmarcándolas. Quizá es porque las respeto demasiado…

¿Cuántas hojas que nacen, cuántas que se secan y caen, podemos llegar a haber visto en nuestra vida? Quién sabe, cómo calcularlo. ¿Cuántas nos quedarán por ver nacer y luego secarse y caer? Eso es todavía más difícil, porque sabemos los años que tenemos pero no lo que nos queda por vivir, hasta que nos vayamos, como las hojas secas…

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