Cuando perdí la felicidad de la infancia la recuperé más adelante según la vida me fue presentando otras situaciones. A veces no he sido capaz de captar la felicidad en el momento de estar viviéndola, porque no consiste (o, al menos, no consiste solamente) en un estado de exaltación. Esos momentos, que son raros pero que realmente se producen varias veces en la vida, no suelen durar. Desde muy joven me di cuenta de que si algún pequeño incidente turbaba la tranquilidad de mi vida, me hacía por otra parte reparar en lo feliz que era ésta.
Así que la felicidad se puede perder varias veces y varias veces recuperarla. ¿Por qué vamos a pensar que ahora puede ser diferente?
No creo que nadie en su edad madura pueda decir que es feliz todo el tiempo. No sé si en algún otro idioma, aparte del nuestro, existe la dualidad del verbo ser-estar, que suele ser un hueso duro de roer a la hora de aprender castellano. Así que me parece que en este caso se debe hablar de “estar feliz”, con la conciencia de que todo puede cambiar en un momento.
Y llegado a este punto, sin saber bien por qué, empecé a pensar en los ríos. Pero sin entrar en si están contaminados o no, si ha llovido lo suficiente para que su caudal se mantenga. Sino en el concepto metafórico del río como algo que surge del seno de la tierra, que es dador de vida allá por donde pasa, los obstáculos que tiene que sortear para llegar al mar, los pequeños animales que viven en él o por él, las plantas que se nutren de su corriente. Cómo en algunos lugares por los que pasa parece un remanso para, más adelante en el espacio o en el tiempo, convertirse en una corriente tumultuosa. Así puede suceder en nuestra vida y así hay que aceptarlo.
Me he dado cuenta de que he conocido muchos ríos. Me he dado cuenta de que mis raíces paternas son de afición a los ríos, y que al parecer he heredado esa afición. Me he dado cuenta de que los ríos son mis amigos y pueden enseñarme mucho.