En esa foto estamos los tres: mi más íntima amiga de la infancia y la adolescencia, él (Pedro) y yo. Estamos en una pista de esquí de la Sierra de Guadarrama; él es el único que tiene puestos los esquíes, nosotras dos estamos simplemente de pie sobre la nieve, con nuestras botas de esquiar, pantalones y jersey grueso, que prácticamente sobraba porque el sol apretaba de firme allá arriba. Sin embargo, se habían helado las cañerías del agua por el frío tremendo que acababa de hacer y no habíamos podido llenar las cantimploras, así que de tanto en tanto teníamos que coger un poco de nieve no hollada y deshacerla en la boca si no queríamos pasar sed.
Pedro era el mejor amigo de mi padre. Esa foto, muy bien tomada por él, tan amante de la fotografía, representa a su amigo tal como le recuerdo: parecía un lord inglés. Muy rubio, delgado, con un pequeño bigote casi incoloro que venía a subrayar su apariencia extranjera, aunque su rotundo apellido no podía ser más español. Era un hombre estupendo, que aparte de su familia y su trabajo vivía para el deporte.
Vivía en una calle paralela a la nuestra y precisamente por aquellas fechas habían abierto una pequeña taberna que rompía con el molde de las tabernas o tascas que habían existido hasta entonces en la vecindad. Mi padre y él solían quedar a veces para tomar un aperitivo y yo les acompañaba. Cuando iba con ellos dos me parecía ir con mis “chevaliers servants”. El primer día en que fuimos a la nueva taberna mi padre pidió para mí un vasito de vino blanco y me dijo que podía tomármelo. Yo tenía doce años y nunca antes había probado el alcohol. Beberme aquel vino me pareció un ritual, como si se tratase de una iniciación a la edad adulta. Falta me iba a hacer.
Poco más de un año después y luego de una “larga y penosa enfermedad”, mi padre fallecía sin que yo hubiese cumplido catorce años. Y unos dos años después Pedro le seguiría, sumiendo a su mujer e hija en la misma pena que la desaparición de mi padre nos había ocasionado a mi madre y a mí.
Me quedé, por tanto y en un corto espacio de tiempo sin mis dos chevaliers servants, que a su vez eran mis profesores de esquí y que me iniciaron en el fabuloso mundo del vinito y las tapas.
!Preciosa rememoracióin ndel tiempò amado, Carlota!. Tu estampa me guió a una escena parecida vivida en navacerrada con algunos amigos míos de la juventud. !Qué gran escena has presentado!. Y los recuerdos los has expresado con un poluma magn´ñifica y muy bien guiada por una mano con pulso emocional peromuy bien templada. !Maravilloso Carlota!. Muy buewno -Cahapeau- .
Muchas gracias, Diesel. La foto es muy bonita, el texto puede que no esté mal, pero tu comentario es muy entrañable. Te lo agradezco mucho.
Un abrazo.
PS: ¿También inventas palabras en francés? Lo digo por Cahapeau, jeje. ¿Cuál sería la traducción a nuestro idioma? Sería algo así como “prisas al escribir”.
Hola amiga Carlota:
Precioso recuerdo de la sierra de Gudarrama con tu querido padre y amigos, estos recuerdos quedan en nuestras neuronas y no se olvidan jamás, también me has hecho recordar a mí el tiempo que estuve ingresado en el sanatorio de la marina, concretamente en Los Molinos y que como tu sabes reflejo en mi libro Las cicatrices del alma. Ahora estoy de nuevo aquí pegando “Una vida en la encrucijada” y quedas invitada si te apetece leer esta historia de vida muy cercana a mí.
Un abrazo fraternal Alborjense.