– Paco Gento, Paco Gento… ¿cuándo colgaste las botas?
– Ya no juego, ya no juego al fútbol con las pelotas.
Fiebre de las chapas. Comienza el auge de un juego tan singular que nadie recuerda, en el mundo entero, ver algo ni tan siquiera parecido. Todos luchamos por tener las plantillas más completas y más amplias de cada equipo tanto en lo posible como en lo imposible que se hace posible gracias a nuestras constancias. Rememoro aquel Mundial de Chile donde reunimos a todas las selecciones a través de la “factoría de chapas” que comienza ya con su ascenso hacia el apogeo. No importa si es sábado o domingo, no importa si es festivo o lectivo, la fiebre de las chapas lo arroya todo y se nos convierte en un afán indomable, en un afán desorbitado, en un febril afán que nos hace sudar sea cual sea la estación del año. Es como un tren que no se para en ninguna estación.
Luego, los plumieres dieron paso a las porterías como Dios manda (“made in Juanito” para ser más exactos) y en los dedos de las manos de todos nosotros se fue desarrollando la magia desatada. Un torbellino de entrenamientos diarios iba haciendo aumentar nuestras destrezas. Era el éxtasis de un juego imposible que lo convertimos en posible gracias a nuestra voluntad y nuestra gran cosecha de imaginación infinita. Pongamos que hablo de la primera década de los 60 del siglo XX después de Jesucristo. Pongamos que hablo de Madrid y que no nos importa, todavía, si las chicas de esta ciudad quieren o no quieren ser princesas. Eso puede esperar…
Todo arranca desde el Mundial de Chile 62. Conseguimos arrejuntar a todas las selecciones en la competición infinita… un final tan imposible que llegamos hasta el paroxismo de confeccionar la Selección de Egipto con toda la alineación del Zamalek. Lo mismo sucedía en otras ocasiones en que la imaginación nos llevaba hasta encontrar la solución exacta para la Selección de Japón o la Selección de los Estados Unidos cuando en estos países el fútbol atraía menos que un boni a toda una compañía de legionarios. El caso era aumentar el caudal de los emociones. Pero, diciendo ya la verdad, el dúo JB era mucho mejor y más superior que el dúo GM. O sea, en otras palabras menos abstractas y mucho más concretas, que los “rayados” éramos superiores a los “blancos”. Pero, claro está, las trampas eran las trampas y había que aceptarlas como una realidad cuando la realidad, sobre el tereno de juego, decía lo contrario. Todas aquellas trampas eran para que G no se cabrease con nosotros. Voy a explicarlo con razonamientos.
Como G, cuando llegaba la hora de enfrentarnos los “rayados” con los “blancos”, tenía miedo a J cuando tenía que jugar contra él (que era lo más normal) se ponía a jugar la primera parte contra B que se dejaba hacer las trampas que J no iba a permitir, y la primera parte (debido a estas trampas que admitía B) terminaba con ventaja mínima de los “blancos” o empate. La segunda parte J (que no admitía trampas ni abusaba de trampa alguna) siempre empataba con M. El resultado, debido a las trampas del “blanco” G, era que siempre ganaban los “blancos” o que siempre se empataba el partido; cuando la realidad sobre el terreno de juego (¡el querido hule de mis recuerdos!) mostraba que los “rayados” JB eran mejores y superiores a los “blancos” GM. Todo esto se demostró cuando llegó la Copa Fiocchi y puso a cada uno en su lugar… o sea, a J en el primer puesto seguido por B en el segundo escalón.
– Paco Gento, Paco Gento… ¿cuándo colgaste las botas?
– Ya no juego, ya no juego al fútbol con las pelotas…