Había caminado varios días en silencio y no le quedaba más aire por respirar que el de su propia conciencia. Las manos, congeladas por el frío inquebrantable del amanecer, parecían antiguas estampas de mármol. Los pies evitaban permanecer mucho tiempo apoyados en el suelo, atiborrado de escarcha transparente, y seguían, de modo, un andar rítmico, acelerado, como transitando las horas a pedal por aquel campo.
El cuerpo era la excusa que congelaba por fuera el dolor interno.
Varios días lo alejaban de su vida, su vida ya no podía esperar.
El camino ni siquiera había sido escogido por él, sino por su inconfesable delirio de perderse.

Calles, caminos, vientos, ojos, orquesta, lluvia y calor, frío y sueño eran una sola cosa; ya ni siquiera intentó distinguir.
La escena era visible; invisible a sus ojos de vidrio, alambres encogidos, miel y carbón. Sus pasos continuaban sin atención la senda que no escogía, así se abría la tierra luego de un viento huracanado que petrificaba la respiración; y el latir de un corazón poblado de fantasmas se aproximaba al estruendoso gemido de león. Ecos.
Un cigarrillo respondía sus preguntas, antesala de la juventud.
Un lago negro servía de aposento para los peces muertos de pena. Para incendiar la quimera y decir bienvenidos. Para naufragar con pañuelos.
Sus pasos rodeaban ese lago; el dolor en la espalda, el grito en la garganta, la amenaza en vilo y el rostro reflejado en las aguas turbias del ácido gris. Ecos.

Quizá el camino se encuentre cuando se empieza no por el principio, sino por cualquier otra parte, y no se persiga fríamente llegar al final. No es cálculo científico.
Los pasos definen.