Apenas se apea Carlos de la motocicleta, en la puerta de la pizzería, cuando el encargado de repartos a domicilio se dirige hacia él con una entrega más.
— ¡Vaya nochecita!—dice el joven resoplando—, les ha entrado el hambre a todos a la misma hora.
—Venga, date prisa que estas llevan más de quince minutos de retraso y ya conoces la política de la empresa…—advierte el encargado mientras deposita dos cajas sobre la urna del portaequipajes de la motocicleta.
— Sí, sí, ya me conozco de sobras el rollo ese de: “si la entrega se retrasa treinta minutos, no le cobramos”. Pero no cuentan con el riesgo que eso representa para los que hacemos el reparto. —Carlos, sin apearse aún de la máquina, se queja de ese absurdo sistema—Tranquilo, quedan quince minutos de tiempo y esta dirección está a menos de seis de aquí.
— No te pases Carlos, que te la juegas.
— Lo sé, tranquilo que yo controlo.
Se pone en marcha y toma la vía principal de la ciudad. El domicilio a donde va no está a más de un par de kilómetros.
Como es costumbre en esa legión de jóvenes repartidores de pizzerías, se pasa todos los semáforos en rojo sin dejarse uno solo. Va haciendo zig-zag entre los vehículos que encuentra en el camino y se excede del límite de velocidad permitido en ciudad.
Al llegar a una rotonda, con fuente incluida, gira a la izquierda y toma una avenida ascendente. Su destino está en la zona alta; un barrio de gente con posibilidades económicas por encima de la media. Cuando gira en la esquina de la calle a la que se dirige, el camión de la basura está maniobrando marcha atrás para posicionarse a la altura de los contenedores. No tiene tiempo de reaccionar; la motocicleta golpea la parte trasera del camión en el grueso tubo que sirve a los empleados para apoyarse cuando el camión va en marcha.
Carlos sale proyectado por encima del manillar y cae dentro de la trituradora.
No se puede hacer nada. Cuando el chofer, alertado por los gritos desesperados de los empleados, acciona el botón de paro, Carlos está aplastado entre inmundicias; sin vida.
El encargado de la pizzería recibe una llamada de alguien muy irritado que reclama su pedido. Habla de una demanda y advierte que no piensa pagar el importe cuando le llegue la mercancía.
— Está usted en su derecho, no se preocupe que no tendrá que esperar mucho más, el repartidor estará al llegar, salió de aquí hace más de diez minutos.
Pasan quince minutos más y el cliente, ya fuera de sí, se queja de nuevo por teléfono al encargado:
— ¡Esto es el colmo, cuarenta y cinco minutos de retraso! ¡Esto es intolerable señor mío!, si no son capaces de cumplir ¿por qué se comprometen en su publicidad?
— Lo siento caballero, hemos enviado a otro repartidor a su domicilio ya que el primero ha tenido un accidente justo en la esquina de su calle. Se ha estrellado contra el camión de la basura.
— ¡Ah! ¿Ha sido él? ¡Pues que bien!, no sabe la que ha organizado. Está el tráfico colapsado y no paran de incordiar los conductores con los claxon. Tengo una criatura de meses y nos está dando una serenata de lloros, por que no le dejan dormir, que no hay quien viva aquí. ¡A ver si hacen algo, por Dios!
Pocos minutos después, el repartidor que ha relevado al primero llama al timbre de la casa del cliente.
— ¡Ya era hora!—dice como recibimiento el cliente tratando de mostrarse muy indignado.
— El retraso está justificado señor —aclara el joven—; mi compañero ha tenido un accidente.
— Sí, sí, ya estoy enterado, pero las normas son las normas: “Si la entrega se retrasa treinta minutos, no le cobramos”—refresca la memoria al repartidor.
— ¿Quiere saber lo que le ha ocurrido a mi compañero?—le pregunta sospechando la respuesta.
— No. Prefiero no saberlo, me quedo con el hecho de que yo he pedido una pizza y la he recibido en casa; nada más.
— Ha muerto cuando venía hacia su casa—responde no obstante el repartidor, deseoso de que se le indigeste al cliente el pedido.
— ¡Si es que vais como locos!—advierte el otro al tiempo que empuja la puerta para cerrarla.
El joven, con claras muestras de apenamiento en el rostro y a punto de escapársele una lágrima, dice antes de que la puerta se cierre con fuerza: “¡Que le aproveche!”.
FIN