Rodeando al Extranjero (Novela) Capítulo 2.

No supo nunca si ella entendió o no entendió su filosofía. Sólo se limitó a abrir la puerta del cafetín, salir a la calle y sentir el frescor de la mañana mientras sus manos se helaban lentamente.

En la calle no existe el tiempo. Vivir en la calle es un vivir sin horas. Vivir en la calle es una interminable sucesión de minutos pero no existen las horas. No. No era necesario explicárselo a las gentes que caminaban aquel domingo por las calles. Él sólo estaba buscando… y no lo podía explicar a nadie porque su búsqueda estaba dentro de él y nadie lo podría comprender.

Ellos. Los otros. Ellos eran quiénes tendrían que responder alguna vez si la madre había muerto ayer, si se había muerto hacía un año o, quizás, si no había muerto jamás. Encendió un cigarrillo, se dirigió hacia la biblioteca pública y entró en ella para buscar un libro. Tenía una antigua tarjeta de lector. La empleada de la biblioteca ya no era la de antes; pero nadie le dijo nada. Buscó un libro que había escrito él mismo. Su título era “Nunca morir”. Porque resulta que el Extranjero, a pesar de todo, tenía escritos sus propios libros.

Comenzó a leer mientras meditaba: “Nunca morir es la única existencia verdadera que le queda a un extranjero en su propia patria. Nunca morir para poder, algún día, decirle a ella, a la otra, que en esta vida no existe más edad que la que reside en el corazón”. Quizás ellos, los otros, no lo entenderían jamás… pero seguía sin importarle ese asunto.

Un coche de la funeraria atravesó la avenida principal de la ciudad. El Extranjero se quedó observando. Comprendía que aquel era el momento más adecuado para ver la blancura de la mañana. En su rostro, los ojos miraban hacia dentro. ¿Por qué?. Pero no le reprochó a nadie, ni a su madre tan siquiera, que estuviese caminado en el frío y buscando aquel porqué de las causas. Se sentó en un banco de un pequeño parque a esperar. ¿Qué esperaba el Extranjero mientras unos pocos niños y niñas jugaban a corretear a su alrededor?. Esperaba a su propia infancia.

Su infancia regresó y se convirtió en un niño de cinco años de edad. Debajo de las escaleras había una bicicleta en donde jamás montó. Un coro de niñas jugaban al diábolo mientras cantaban canciones aprendidas en la escuela…

Un viejo vagabundo se sentó junto a él.

– ¿Hace mucho tiempo que está usted aquí? –le preguntó al Extranjero.
– No es necesario el tiempo para estar en un lugar.
– No le entiendo… ¿acaso no habrá venido usted desde muy lejos?.
– Tampoco es necesaria la distancia para estar en un lugar.

El viejo vagabundo ya no dijo nada. No comprendía la filosofía del Extranjero y desenvolvió su papel de periódico en cuyo interior había un bocadillo de sardinas.

– ¿Quiere usted un poco?.
– No, gracias. Ya tomé suficiente café templado. Ahora busco otra clase de alimento.
– ¿Se refiere acaso al alimento espiritual?.

El Extranjero sonrió ligeramente pero no dijo nada.

– ¿Tiene usted deseos de fumar? –siguió el vagabundo.
– No exactamente… pero le acepto el cigarrillo.

El viejo vagabundo sacó su cajetilla de “Elixir” y le ofreció un cigarrillo.

– ¡No es droga!. ¡Se lo digo por si acaso está usted dudando!. ¡Se llama, de
marca, “Eliixir”, pero no es droga!.
– Lo sé, compañero, lo sé. Los verdaderos vagabundos nunca fuman drogas. Y es usted un verdadero vagabundo.

Los dos comenzaron, al unísono, a encender sus cigarrillos. El vagabundo empezó a fumar. El Extranjero sólo echaba humo por la boca.

– Pero… ¿es que no se traga usted el humo?.
– ¿Para qué necesito yo tragar el humo si lo que estoy buscando es tan claro y nítido como esta mañana?.

El vagabundo se cerró fuertemente su andrajoso abrigo.

– ¡Hace frío de verdad!.
– Las verdades pequeñas son algo que dejaron de importarme hace ya bastantes años.
– ¿Es que hay verdades pequeñas y verdades grandes?.
– Hay verdades pequeñas y grandes verdades para ser más exactos.
– ¡Pues yo no sabía eso y mire usted que he recorrido ya medio mundo! –respondió el viejo vagabundo tosiendo secamente.
– Entonces le queda por recorrer el otro medio para que sepa usted las grandes verdades.

El vagabundo se quedó mirando, estupefacto, al Extranjero.

– ¡Yo siempre he creído que conociendo medio mundo ya era suficiente!.
– Pues está usted equivocado. Conociendo medio mundo sólo se sabe un poco, muy poco en realidad… algo así como le sucedía a Sócrates.
– ¿Sócrates?. Me suena ese nombre… pero no acierto a ubicarlo.
– Sócrates fue un sabio griego que se portó como un hombre que ignoraba todo sobre el conocimiento humano. Se equivocó… como todos nos equivocamos alguna vez en la vida… al decir “sólo sé que no sé nada”. Se equivocó. Lo que debió de haber dicho era la verdad.
– ¿Y cuál era esa verdad que no supo decir ese tal Sócrates?.
– Que sabía bastante…

El viejo vagabundo se puso en pie y comenzó a mover los brazos, violentamente, para entrar en calor.

– ¿Sabe una cosa? –le interrogó el Extranjero- cuando alguien mueve los brazos de esa manera para entrar en calor, me recuerda siempre al Quijote luchando contra lo imposible.
– ¿Lo dice usted por las aspas de los molinos de viento?.
– Lo digo por lo que representaban las aspas de los molinos de viento.
– Perdone… me está entrando sueño…

Y el vagabundo se tumbó en el banco vecino comenzando a roncar. El Extranjero se le quedó mirando por unos segundos. Después se quitó su propio abrigo y arropó al anciano. Aquel vagabundo no conocía exactamente qué era lo que quiso decirle con eso de las aspas de los molinos de viento. Aquel vagabundo no sabía que los molinos de viento, por completo, eran las utopías amorosas de Miguel de Cervantes y Saavedra. Sin decirle ya nada más, para no despertarle de su profundo sueño, el Extranjero siguió su camino. A veces los amigos son tan extraños que se deslizan silenciosos para no despertar a los que tienen sueño. El Extranjero ahora no oía las voces de las gentes que caminaban por las calles mientras iban hablando en voz alta. Utopías. Siempre utopías. ¿Era posible que alguna de ellas se hiciera realidad?. ¡Claro que sí!. ¡La suya, por lo menos sí!. Muy en sus adentros, El Extranjero sabía que él no era un vagabundo sino un vagamundo, algo tan diferente que era, precisamente, todo lo opuesto.

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