Réquiem por una madrugada.

Amanecía detrás de las cortinas donde el misterio había dejado prendido un hálito de aromas nocturnales. Ella tenía aún los labios entreabiertos, con un resto de rojizo carmín todavía húmedo por las lágrimas anteriores. Yo sabía que eran los últimos latidos de un momento tan pasajero como el vuelo del quetzal. Tras los cristales, la umbrosa perspectiva de los geranios bailaba en las macetas de coral.

– ¿Por qué te tienes que marchar?,

– Porque los hombres sin destino sólo somos pasajeros del romance…

Ella entonces recogió su pelo en un capullo de insomnios.

– No me mires como si yo fuese el final de todas tus ilusiones.

– Te miraba sin dar a tus ojos ninguna condición.

La observé. El brillo de sus pupilas la tracionaba…

– Si tú quisieras…

– No puedo querer más allá de mi condena.

– ¿Quién te ha usurpado la libertad?.

Yo prendí un cigarrillo. La llama del encendedor alumbró, por un momento, su pecho desguarnecido. Las sombras de los geranios aún temblaban de estupor.

– La libertad siempre está prendida de nuestros estigmas.

– Pero aún tienes tiempo para quererme…

– No más trémulas dudas, Laura.

Laura tapó entonces sus pechos desnudos con la sábana que antes nos había cubierto los secretos moomentos del delirio… allí donde los oleajes del deseo se habían debatido en su océano interior. Aún permanecía, en el ambiente, el último suspiro de su boca…

– Sólo te pido un beso más.

– Si te besase una vez más… sólo una vez más… no habría ya mas exitencia por vivir.

– ¿Y no crees que merece la pena morir junto a mi boca?.

Yo seguía vistiéndome sin ninguna clase de rencor. Pero le dije sólo la verdad.

– Tienes unos labios demasiado dulces para un solo hombre.

– ¿Y si te dijese que no ha habido otra boca besando sus perfiles?.

– Entonces tendría que detener a mi destino. Pero no… no es posible sujetar, en el espacio, a la paloma que vuela más rápida que los deseos.

La lluvia se había vuelto tropical. El potente relámpago nocturno alumbró, abruptamente, la estancia. Por un instante mi mente quedó asida al tormentoso mirar de sus oscuros ojos. Ella había vuelto a soltar sus lacios cabellos y, en el recorrido circular de mi cerebro, estallaban sus reflejos entremezclados con el aroma de su piel. Volvía a estar desnuda en las tinieblas. Era como permanecer en la antesala de todos los infiernos.

– Tengo que partir, Laura…

Su silencio atormentaba mi conciencia. Yo no sabía si acallar el rumor de sus trémulas convulsiones o besarla para apaciguar el estallido de sus lágrima. Bailaban mis sentidos en tropel y quizás su suspiro prolongado fuese el último estentor de su presencia.

– Escúchame bien, Laura…

Mas ella ya no quería escuchar nada. La cortina donde el misterio habia dejado prendido un hálito de aromas nocturnales desvelaba, con su voluptuoso vaivén, aquel amanecer sangriento. Cerré la ventana. Situé mi camisa en su lugar correcto, tapé su cuerpo como quien esconde un último pecado y me coloqué el sombrero ocultándome del reflejo de la sombra de los geranios.

– No te vayas todavía…

Ella destapó toda su figura. Un pleamar de sensaciones infinitas brotaba, en trobellino enloquecedor, desde el centro de su vientre. Apagué el sonido de la música y miré hacia el cuadro que colgaba unos metros más arriba de la almohada. Saturno devoraba a sus hijos somnolientos. Surgía, de sus fauces, una luna sideral.

– Tienes que aprender a sufrir con la derrota, Laura. Tienes que aprender…

– Es porque hay alguien más en tu corazón… ¿verdad?.

– Mi corazón está tan vacío como el cántaro de tus promesas.

Se encendió, de repente, su cuerpo acanalado. Se encendió como una lumbre ardiente ante el abismo de la noche. Saturno seguía devorando con ansias infinitas. Más allá de los relámpagos sólo existía el silencio.

– No llores más…

Pero Laura se agitaba como el oleaje de las marismas cuando los gavilanes bajan a beber el último trago del atardecer.

– Si no te quedas junto a mí ya no habrá otro amanecer para mis sueños.

– Debes morir para poder seguir existiendo en mi memoria.

– No te entenderé jamás.

Dejé de mirar el centro de su vientre. Dejé de mirar las fauces de Saturno. Dejé de mirar las sombras de los geranios. Su lágrimas golpeaban el vitral de mis sienes; como si el viento huracanado me las arrojase al rostro desgajando, una a una, las células de mi cerebro. Y salí de la estancia al frío de la noche…

Dicen que los hombres sólo lloran en el interior del silencio de sus soledades. Si es así, mientras ella muere yo tendré que esperar veinticuatro horas más para asumir el dolor de su ausencia. Réquiem. Réquiem por una madrugada, Y más allá… todavía más allá… la sombra de los geranios seguirá eternamente enviándome el suspiro de su boca.

(Cuento escrito expresamente para su lectura en “Café Libro” de Quito, en el año de 1998).

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Réquiem por una madrugada

Amanecía detrás de las cortinas donde el misterio habia dejado prendido un hálito de aromas nocturnales. Ella tenía aún los labios entreabiertos, con un resto de rojizo carmín todavía húmedo por las lágrimas anteriores. Yo sabía que eran los últimos latidos de un momento tan pasajero como el vuelo del quetzal. Tras los cristales, la umbrosa perspectiva de los geranios bailaba en las macetas de coral.

-¿Por qué te tienes que marchar?.
-Porque los hombres sin destino sólo somos pasajeros del romance…

Ella entonces recogió su pelo alborotado en un capullo de insomnios.

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