Said. II parte

Aquella mañana, además del sol, con su luz y su calor, de los ruidos de las manadas de búfalos trotando a los lejos y los tigres atrapando a su presas, lo que despertó a Ahmed de su largo sueño fue un largo chasquido, como de una gota gorda que ansiosa cae al suelo y rebota, seguido del grito de su mujer. Ahima había de romper aguas en un día de sabor seco y agrio, un día donde el sol golpeaba más que nunca y el patio se llenaba por entero de bichos del calor. Las últimas reservas de agua pura se agotaban, y pronto había que ir al río. Aquel día, aquella mañana de tantas otras en el antiguo continente, cuando Ahima despertaba pensando en que recorrería temprano los kilómetros que había hasta el río, un nuevo nacimiento alumbro la casa en el mismo instante en que el sol se asomaba en el horizonte. Un milagro a la par que otro despertó aquel día.

Ahmed corrió a llamar a un médico. Sabía que unas chozas más allá había uno muy reconocido así que no lo dudo dos veces. Cuando esté llegó, Ahima sollozaba de dolor, y Said, el pequeño de la familia, observaba atónito la escena. No entendía que pasaba, pero el encuentro de tanta gente en su casa le había abierto la curiosidad. ¿Sería que ya había llegado?¿Había venido ya el hermanito que su madre que vendría? La verdad es que no lo sabía, pero no creía que ninguno de los presentes allí fuese él. A ratos miraba a su madre y le preguntaba cuando vendría, pero ella parecía no oírle.
Cuando Ineh nació, el médico sonreía, Said seguía preguntado a su madre, y el sol hacía horas que miraba desde lo alto del cielo despejado. La habitación se llenaba de bocas en palabra de felicitaciones, Ahima respiraba, aliviada, y Ahmed sonreía, dando gracias a Dios.

Ineh nació en un círculo de amor. Said aprendió a quererlo como quería a su madre y a su padre, jugaba con él, le enseñaba a caminar y sonreía su par. No sabría explicar que sentía por él, pero lo quería como a ninguna otra cosa en el mundo.
La vida era maravillosa. Quizá, eternamente maravillosa. Todo había de ser perfecto. Todo, hasta aquel día que apareció el todoterreno en las chozas.

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