Setamor (Novela) Capítulo 4.

– Esta noche no ha dormido en casa. Estoy preocupada por nuestro hijo. Cada vez se hacen más abundantes estas ausencias…

– No te preocupes, mujer. Necesita pensar un poco para aclarar sus ideas. Nuestro hijo es un gran muchacho. Ya sabes que hace esto muy a menudo, pero no es bueno cortarle de raíz su idealismo. Ya no lo volverá a hacer más y es justo que sienta un poco de nostalgia. Verás cómo luego aprende la realidad de la vida. Ha conseguido el título de abogado y conseguirá todo lo demás. Yo estoy, además, para ayudarle y él será la continuación de mis sueños. ¿Ves?. ¡Yo también soy un idealista!.

Los sábados eran días de descanso en la empresa. El joven licenciado se encaminó, aquella mañana, hacia la casa de sus padres. Iba dispuesto a aclarar, definitivametne, las cosas. Después de pensarlo no aceptaba la boda que le imponían.

Al llegar al domicilio el padre exclamó:

– ¿Ves cómo vendría, mujer?. Yo no me equivoco nunca. Lleva mi misma sangre y la familia es un nexo de unión indestructible.

– Cuando la familia es universal… -apuntilló el joven licenciado.

– ¡Vaya, aún te dura ese equivocado misticismo!.

– Ni es misticismo ni es equivocado; pero bueno, dejémoslo así. Hoy venía para hablar de mi boda. No estoy dispuesto a…

– ¡Espera, espera un momento!. ¡Yo tampoco estoy dispuesto a escuhar más bobadas!. Sigue pensando sobre el tema, porque en esta semana ¡cambiarás!. Además… estoy lleno de problemas de otro tipo. Los trabajadores ¡y tú lo sabes! están planteando cuestiones de difícil solución. Sabemos que hay un grupúsculo que incita a la huelga. Ayer por la tarde, reunido con los demás directores, he tenido que firmar el despido de cuatro de ellos. ¡No había otra solución!. ¡Ellos se lo han buscado!.

Al joven licenciado le entró la ira.

– ¡Pero cómo que no había otra solución!. ¿Sabes lo que significa, para personas que ya tienen cierta edad, que les despidan del trabajo?. ¡No encontrarán otro, nadie les contratará y, además, vuestros infames informes serán una de las causas!. ¡¡Tienen familias a quien alimentar!!.

– Pero la empresa está por encima. Tenemos que aumentar la productividad y si no reforzamos nuestros capitales estamos expuestos a situaciones graves. Necesitamos sacar adelante la empresa. Hay muchas cuestiones financieras que nos impiden aumentar salarios. No podemos arriesgarnos a posibles desequilibrios. Además… yo no tengo la culpa de que se pongan a tener hijos como si de conejos se tratase.

– Claro… ¡tú sólo tienes uno!. Gozas con abatir ciervos inofensivos. Juegas al tenis porque tienes tiempo libre y cada vez que golpeas a la bola descargas adrenalina. Descansas, tranquilamente, en el butacón supercómodo y cada vez que degustas tu coñac preferido reposas sin preocuparte de nada. Eliges cualquier tipo de lujo porque nadas en la abundancia monetaria. Para ti no hay límite de dinero en cuestión de compra de pastillas y… si es necesario… podrías pagarle a uno de esos fabulosos amigos de la medicina que llevan acabo el aborto sin que nadie se entere. Pero muchos no tienn nada. A ellos sólo les queda refugiarse en sus pequeñas habitaciones y hacer el amor. Les inculcáis que es un asesinato abortar, pero vosotros lo tomáis como un pecado sin importancia que lo podéis cometer en la mayor impunidad. Entre la escasez de todo tipo de recursos, su poca cultura y el aplastamiento moral a que les sometéis, no pueden evitar tener esa abundancia de hijos. ¡Construid un mundo mejor; donde ellos también puedan realizarse como personas y no matando ciervos precisamente!. ¿Qué clase de ocio les queda a quienes sólo pueden aplicar a sus existencias trabajar para que otros gocen de la vida?. ¡Si pudiéseis comprender que es necesario una sociedad con mayor justicia social no pensaríais, entonces, en esos enormes beneficios!.

– Mira, no empieces así que luego desembocas en las teorías marxistas. ¡O quizás me vengas con anarquismo utópico!. El mejor sistema es el desarrollo justo del capitalismo. Siempre ha habido fuertes y débiles. Que aprendan a medir sus posibilidades y que se ajusten a lo que tienen. Sueñan con derrochar… pero los que hemos tenido que luchar desde abajo sabemos lo que es el sacrificio de la juventud en aras del triunfo social. Ellos no quieren sacrificarse y sólo piensan en placeres. Lograr una cierta posición social conlleva un precio muy alto. ¿Cuántos de ellos están dispuestos a pagarlo?.

– Es que resulta inmoral pagar tanto por un sisitema montado sobre la miseria de otros muchos. Es inmoral tanta lucha ideológica para desangrarse la mayoría en beneficio de unos pocos que, sin sensibilidad común, aplastan a los que no pueden o no quieren formar parte de vuestro sucio juego.

– ¡No quiero hablar de política!.

– No estoy hablando de política, ni de marxismo ni mucho menos de anarquismo. Estoy hablando de principios éticos y morales y, sobre todo, de sentimientos.

– Yo sólo me limito a cumplir con mi responsabilidad. Ahora han sido cuatro, pero en un futuro tendremos que reducir, aún más, la plantilla.

– Claro… ¡no quieres hablar de sensibilidades!.

– Para algo estoy en mi casa.

– Sí. Estás en “tu” casa y aquí eres, bajo tu punto de vista, quien manda. ¡No faltaría más!. Ser macho y padre parece que te da todos los derechos del mundo, ¿no es así?.

– Sí. Así es.

– Bueno, pues entonces voy a decirte algo sobre mi boda…

– ¡No, no, por favor!. Si necesitas seguir pensándotelo tómate más tiempo. Dentro de ocho días sé que estarás en la iglesia.

– Es posible; pero no como tú te imaginas. Y ya que resulta que aquí eres tú quien tiene todos los derechos, nunca más volveré a esta casa. Si ocurre algo grave pregunta por mí en la vieja taberna. Allí todos tenemos la misma oportunidad. Y es que mi mundo no tiene nada que ver con el tuyo. No es un mundo de políticas, ni de ideologías sociales, ni de cuestiones religiosas… pero sí es un mundo de sentimientos.

– Adiós, muchacho… al final comprenderás que el mundo es el mismo para todos. ¡Y volverás!.

El joven licenciado salió de la casa y paseó, pensativo, entre los ciudadanos. Allí, mezclado con los transéuntes, se sintió parte de un todo. En su bolsillo, al lado de la llave de la buhardilla, descansaba un billete de cinco mil pesetas. Tenía hambre. Se acordó de la prostituta y del cuarto de hora.

– Por favor… joven. No tengo trabajo. Allí, dentro de aquel soportal, me esperan una mujer y dos hijos. Sólo te pido que me des un duro. Estoy desesperado. Sé que todavía podría trabajar, me encuentro fuerte, pero nadie me contrata.

El parado, mal vestido y con barba rala, le miraba a los ojos. El joven licenciado tenía hambre, no había comido en un par de días. Pensó: ¿cómo será la angustia de este hombre con dos niños y una mujer a quienes no puede alimentar?.

Sacó la llave de la buhardilla. El reflejo de un rayo solar sobre el grisáceo trozo de metal destelló en sus pupilas. Introdujo de nuevo la mano en el bolsillo del pantalón y entregó el billete de cinco mil pesetas al parado.

– No… no… ¡es mucho dinero!. Me conformo con que me pagues un bocadillo para mi mujer y dos botellas de leche. No puedo aceptar tanto dinero -y los ojos del parado brillaron con una extraña nostalgia.

– Cójelo. Yo puedo tener mañana otro billete igual, pero tú tardarás mucho tiempo en poderlo reunir. Cómprate los bocadillos y las botellas de leche que creas necesario. Tú tienes más derecho que yo a este dinero porque tienes mas necesidad. Quien tiene mas necesidad tiene mas derecho a poseer.

– Gracias, joven. ¡Ten!. Esta es la dirección de mis padres. Si algún día pasas por este pueblo, diles que me ayudaste y serás recibido como si fueses yo mismo. Serás amado… porque amor con amor se paga.

Cuando el parado se alejó con el billete, el joven licenciado pensó, de nuevo, en la prostituta de la vieja taberna.

– Un cuarto de hora de amor sólo es el momento de apagar una angustia -razonó- también podría ser el consuelo de una soledad o quizás el largo trago de una botella de vino o descansar sobre la tumba de un amigo o el roce de unos labios amorosos sobre la superficie del pecho.

Casi sin darse cuenta metió la tarjeta que le había ofrecido el parado en el bolsillo trasero del pantalón vaquero.

Con el hambre enroscándose en su estómago anduvo, despacio, entre las calles. Pudo deducir que si en dos días sin comer se notaba aquella angustia… ¿cómo sería el sufrimiento de quienes quedasen durante una semana sin comida o de quienes tuviesen que mendigar, día a día, un bocado?.

Apenas se dio cuenta de que circulaba por uno de los parques de la ciudad. A su alrededor, los ávidos gorriones volaban entre las hojas de los árboles, saltando silenciosamente. Los hermosos colores de la tarde, tenues tras la lluvia anterior, se volcaban jubilosos en el panorama. Las barcas, rodeadas de inofensivas algas, mantenían su eterno pacifismo. Por las orillas del estanque paseaba sintiendo una voz interna que le hacía seguir la corriente suave de la existencia.

Flotaba, más feliz que cualquier otro poeta, plasmando su figura a través de escandalosos sueños del atardecer. Sólo se le ocurrió pensar.

– ¡Ahora ha salido la luz!.

Entonces, al contemplar los redondos guijarros amontonados en el borde del camino, vislumbró la manera de hacer un poema que, por encima de todo tiempo y espacio, saliese a su encuentro y le sirviese de brújula a su corazón abierto…

Se transportó hacia los albores de alguna lejana madrugada, hacia los coloreados y soñados atardeceres y hacia la luna abierta sobre el cielo de las noches estrelladas. Un único canto le hacía subsistir a manera de cigarra. Y se sintió saltamontes…

Bajó a la Tierra. Supo que tenía un problema que resolver. Si su padre no le había escuchado era necesario acudir a la catedral.

– Buenas tardes…

– Por la Gracia de Dios… ¿qué deseas, hijo mío?.

– Desearía hablar con usted un rato.

– Sobre qué tema. ¿Quieres confesarte?. Piensa que yo estoy aquí para escuchar a todos los arrepentidos.

– Yo no estoy arrepentido de nada. Sólo vengo a tratar con usted el asunto de mi boda. Soy el joven al que le han preparado el matrimonio para la próxima semana.

Entonces el cura le miró fijamente.

– ¡Gracias a Dios!. ¡Cuántas ganas tenía de reconocerte!. Tu padre me habló de ti y me dijo que eras un excelente muchacho. Lo que ocurre es que yo comprendo que la juventud tenga formas de manifestarse muy distintas a la de nosotros los mayores.

– No hay ni juventud ni mayores. Sólo hay una existencia porque… ¿sabría usted indicarme dónde está la frontera de una y otra edad?.

– Pues… sí… es fácil. Lo que ocurre es que algunos maduran antes y otros después.

– No. Lo que ocurre es que toda la vida es, simplemente, un breve momento. Somos los hijos de un momento. Vivimos con la misma angustia desde que nacemos hasta que morimos. Cambiamos los registros pero la angustia es única.

– Pasemos al jardín si quieres. Allí podremos continuar la conversación. Pero deberíamos cambiar el tema. En realidad tu filosofía no llego a comprenderla. Trataremos lo de tu boda.

– Eso es lo que me interesa aclarar cuanto antes.

Al llegar al jardín, situado a un costado de la catedral, el cura aseveró rotundamente.

– ¡El matrimonio es divino!. Dios creó al hombre y a la mujer para el matrimonio. Quienes piensan que el matrimonio es una atadura se equivocan. Que Dios perdone a esos que se “arrejuntan”, como ellos dicen, o a quienes no escuchan el mensaje divino de la unión sacramental.

– Hay muy poca imaginación en esas frases…

El cura enrojeció levemente. Estaba acostumbrado a que los feligreses quedasen boquiabiertos ante sus palabras y aquello le pareció una impertinencia.

– Hay que renunciar a lo material, a los sentidos y ¡a la imaginación!. A la imaginación hay que olvidarla… porque lo importante es reintegrarse al alma.

– Pues yo creo que el alma sólo es, simplemente, la cantidad de imaginación que debemos desarrollar para lograr alcanzar el grado de lo sensible.

– El alma es lo supersensible.

– Lo supersensible es el alma.

– Mira… joven… si quieres tener una salida a ti mismo debes entender que el mayor gozo existente es el éxtasis religioso. Por eso es necesario pasar por el altar a la hora del matrimonio.

– Yo creo que eso simplemente es el producto de una presión religioso-social sobre el pueblo. El principio mismo de la vida me indica que hay que saber estar por encima de todas esas presiones para poder alcanzar la comprensión de nuestros propios actos. Si se quiere tener una salida a si mismo, como usted bien dice, lo único necesario es vivirse a si mismo. El matrimonio debe unir ante Dios pero no es tan necesario el altar.

– Bueno… ¿pero tú estás enamorado?.

– Sí… ahora encontré los veinte minutos que andaba buscando.

– Pues entonces es necesario que olvides fantasías. Eso está bien para los niños. La mayor fantasía para quien llega ante el altar es saber que Jesucristo le va a bendecir. Por cierto ¿cómo es la prometida?. Durante la semana que viene tenéis que venir los dos para que hablemos. Es importante estar preparado para el matrimonio. ¿Qué clase de chica es?. ¿Supongo que tendrá buenos sentimientos?.

– Mi prometida no es una chica.

– ¿Cómo?.

– Que mi prometida no es una chica, sino una seta.

El cura soltó una blasfemia.

– ¡¡Te estás burlando de mí!!.

– No señor, no tengo ningún interés en burlarme de nadie. Lo que ocurre, simplemente, es que yo amo a una seta.

– ¡¡Lo que ocrurre es que tú estás loco!!.

– Nunca estuve más cuerdo que ahora. Quizás es que la cordura da mayor alcance y que los demás, incapaces de comprenderla, la tachan de demencia.

– ¡¡Si no estás loco es que estás borracho!!. ¡¡Vete de la casa de Dios y vuelve cuando estés arrepentido!!.

– Me voy… pero no hay nadie que se tenga que arrepentir por estar enamorado. Por encima de la divinidad tanto pregonada, ustedes colocan el castigo. Y eso no es felicidad.

El cura intentó serenarse.

– Hijo mío, estás como una cabra. ¿No te das cuenta de que es un amor imposible?. Vas a teer muchos problemas. Desiste… ¡insensato!. Te lo digo yo que soy cura.

– No soy un insensato. Precisamente siento ahora con profunda intensidad. Me casaré con la seta. Se lo digo yo, sea cual sea el adjetivo que los demás quieran aplicarme.

– ¡¡Basta!!. ¡¡Márchate y no vuelvas!!.

Salió, no sin antes contemplar, de pasada, el papel anunciador de su boda. Se paró ante él. El sol se escondía por el horizonte. Reflejos anaranjados rebotaban en los cristales de los vehículos aparcados. El naranja de los reflejos le encaminó hacia el jardín.

Sin detenerse un segundo, dirigió sus pasos hacia donde se encontraba la seta. Se tumbó junto a ella y empezó a hablar.

– Te ruego que permanezcas en este lugar de la noche donde no hay cicatrices en los cuerpos. Las quemaduras han desaparecido de nuestros ojos porque, contigo, puedo trepar al cielo, amando bandadas de ilusiones. Tu calidez, resplandeciente en el tacto de mi mano, me convierte en el aeronauta que vuela superando a la tristeza. Contigo puedo atrapar la esperanza de que estoy haciendo bien el vuelo, de que voy en la dirección exacta. Tú y yo seremos dos momentos unidos en el instante de un parpadeo y, antes de que la luz nos separe, estaremos juntos en la Historia.

Tras quedar dormido un par de horas, se levantó acordándose de que el perrillo blanco y negro le esperaba en la buhardilla.

– Me tengo que marchar. Hay un amigo que me espera en la soledad; pero nunca se convertirá la buhardilla en cárcel de soledades. Me voy para continuar el amor en las caricias de mi pipa y el blando pelaje del perrillo blanco y negro que es donde bailan mis sentidos.

Acarició la seta suavemente y se fue. El libro de Historia Contemporánea, depositado la noche anterior, había desaparecido. Alguien se lo llevó. Pero el pañuelo verde se encontraba, enredado, en los ramajes del cercano arbusto.

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